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Cuento tan solo lo que he visto, que diría Blas de Otero. Eso, más o menos, es lo que hacemos todos, salir de casa no solo para trabajar, para hacer la compra, para quedar con los amigos, también para regresar luego y contar a ... los nuestros lo que de extraordinario nos haya deparado la salida. Porque con frecuencia somos testigos de acontecimientos extraordinarios.
En una sala multiusos se representaba un espectáculo de danza. Y digo que se representaba porque, evidentemente, aquello era una representación. Hay magníficas compañías de danza moviéndose por el mundo. Pues bien, si hubiera que catalogarlas, Las Muchas, por la falta de elasticidad de sus integrantes, ocuparía el último lugar. ¿Qué tenían de insólito entonces? Lo insólito estribaba en que todas eran mujeres y todas entre los sesenta y los ochenta y tantos años. Es decir, mujeres maduras o, más crudamente, viejas.
Uno sale con el corazón encogido del espectáculo al descubrir que la estética y la armonía puede estar en todas partes. Once mujeres con una media de setenta y cinco años, mujeres fondonas moviéndose, primero en la pantalla, es decir, en un espectáculo enlatado, y luego nueve mujeres reales, de carne y hueso, fondonas también, siguiendo la estela de aquellas once mujeres cuyos movimientos misteriosos y enigmáticos no nos cansamos de ver. Parecen poseídas por una armonía interior. Claro, entre ellas no había ninguna Sara Baras, solo una, la más joven, su directora, María Antonia Oliver, la que abre el espectáculo en solitario, en el filo de los sesenta, parecía profesional. Qué trabajo más sutil el suyo. Una profesional que, cuando el tiempo te arrolla, se resiste a abandonar la profesión porque todavía tiene mucho que aportar. A las otras mujeres uno las imagina como amas de casa, como guisanderas y como abuelas que no se resignan a llevar una vida carente de tensiones. Mujeres sin complejos que detestan los trabajos manuales repetitivos, las terapias ocupacionales convencionales y que acaso no habían subido antes a un escenario, pero que están allí, moviéndose con tanta delicadeza, con tanto misterio, que nos tienen hipnotizados.
Recuerdo a María Dolores Pradera con más de ochenta años, majestuosa sobre el escenario, derramando su gracia inefable. Pero eso, si me lo permiten, no tiene mérito. Al fin, María Dolores llevaba decantándose toda la vida. Y, como los buenos licores, mejoraba con los años. Aquí el asunto es más sutil. Se trataba de artistas aficionadas que, siguiendo las indicaciones de María Antonio Oliver, acompasan los torpes movimientos de sus piernas, ahora a la derecha, ahora a la izquierda al compás de la música y con extrema delicadeza. Es como sacar agua de un erial. Pues lo consiguen. Espectáculo que nos trastoca como ha de trastocar el arte. Enhorabuena.
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