Después de siete meses viviendo estos tiempos de covid 19 en España, a la vez que viendo los efectos de la pandemia en Inglaterra, me doy cuenta de que la única diferencia entre aquí y allí es que allí dicen todo en inglés. A ver ... si lo siguiente suena…

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Hace cuatro días, Andy Burnham, el alcalde de Manchester, anunció que su ayuntamiento no iba a cumplir con las nuevas normas que el gobierno central quiere imponer sobre la ciudad, para afrontar el virus. Insiste que el gabinete de Boris Johnson está compuesto de arrogantes ineptos que desprecian a la ciudadanía, y las enésimas nuevas reglas son tan malas como las que reemplazan. El alcalde no está solo, también la gente se queja que las recomendaciones de Londres son demasiado ambiguas.

En una de sus primeras apariencias en la televisión para avisar a la nación sobre la mejor forma de tratar el coronavirus, el líder del país dejaba claro lo poco que el pueblo debe esperar de él con un consejo digno del gran estafador que es: «Sal de casa. Quédate en casa». Pues, ¡Olé!, primer ministro. Más claro, imposible.

Medio año más tarde, han aparecido tantas reglas contradictorias que muchos ya las ignoran. Por ejemplo, mientras llevar una mascarilla en la calle es solo recomendable, en las tiendas y transporte público es obligatorio. Pero solo hace falta coger un autobús o entrar a un supermercado para ver que no todos cumplen con las exigencias. Siendo un neoliberal, en contra de la intervención estatal por razones ideológicas, Boris insiste que, en vez de llamar a la policía, los que trabajan en estos ámbitos, como los revisores de los trenes o los cajeros de los grandes almacenes, son los responsables de obligarles a cumplir las reglas. Y, no queriendo problemas con clientes difíciles, ellos no hacen nada, por supuesto.

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A menudo recibo mensajes desde Gran Bretaña, de familiares, amigos y contactos profesionales. Todos me dicen que qué suerte tengo, pasando la crisis «en Spain». Hace tiempo dejé de intentar convencerles de que las cosas no son tan distintas aquí, pero no hay manera. «¿Por qué lo hacemos tan mal?», me preguntó una enfermera de la residencia de mi madre, cuando llamé el sábado. Había estado en Ibiza y quedó muy impresionada con los controles en el aeropuerto que, según ella, son muchos mejores que en Londres. Intenté decirle que su pregunta es exactamente la misma que mis amigos españoles repiten, pero fue en vano. El otro lado del valle es siempre más verde.

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