Dos mil kilos de hierro. La imagen de la apisonadora convirtiendo en chatarra las viejas armas de ETA y de los Grapo tenía toda la fuerza simbólica del mundo. La democracia aplastando a la violencia. La civilización pasando sobre la barbarie. Pero nadie le ha ... dado crédito. Ni por exceso ni por defecto. Los anteriores presidentes no quisieron ir. Y los socios de gobierno tampoco. «La memoria no pertenece a los terroristas», dijo Pedro Sánchez. Pero sus palabras se olvidaron al instante. El doctor Jekyll se quedó solo pronunciando su discurso por la paz, mientras Mr. Hyde se desentendía como podía de la arenga de su portavoz a los violentos: «Todo mi apoyo a los jóvenes antifascistas que están pidiendo justicia y libertad de expresión en las calles». Triste matrimonio de conveniencia.

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«Quien puede recurrir a la violencia no tiene necesidad de recurrir a la justicia». La máxima de Tucídides del siglo V a.C. sigue teniendo seguidores hoy. De Pablo Echenique a Donald Trump. Al portavoz de Unidas Podemos ya le investiga la justicia por haber dado aire a la violencia mientras ardían salvajemente las calles de Barcelona. La misma justicia que entendió que ensalzar públicamente el tiro en la nuca era motivo más que suficiente como para que Pablo Hasel visitara la cárcel. Basta ya. Como dijo entonces la sociedad vasca a los terroristas de ETA, precipitándoles hacia su fin. Ya basta. Como dicen ahora los empresarios catalanes, que ya no pueden soportar más pérdidas económicas ni morales.

La cosa, sin embargo, no parece sencilla. El propio consejero de Interior de Cataluña ha confesado que los grupos de manifestantes, como los virus, están en pleno proceso de mutación. Los gudaris de la libertad de expresión y los jóvenes antifascistas de Echenique se han quedado atrapados, dice, en un cóctel donde quienes mandan son los anarquistas y los anticapitalistas de la CUP. Y donde quienes obedecen, e imprimen la máxima violencia a las protestas, son delincuentes comunes y jóvenes radicalizados. Cada día es más evidente que quienes salen a destruir las calles, al lado del odio, son la pobreza, el hambre y la impotencia. Y también ese 'pánico' que, según el último informe del CIS sobre los efectos de la pandemia en la salud mental, se ceba especialmente en la población entre los 18 y los 44 años. Y ante eso la respuesta es muy difícil.

No es de extrañar, pues, que dos mil kilos de armas convertidas en morralla, algo que en otros momentos nos habría hecho vibrar de emoción pacifista, hoy nos parezcan bien poca cosa. Los focos están ahora en la extraña polémica sobre las manifestaciones del día 8, sin duda para distraernos y para ayudarnos a digerir que a estas alturas de marzo todavía no llega al 5% la población europea vacunada contra el coronavirus. Y que tampoco tendremos Semana Santa. La reivindicación de los derechos de las mujeres, como las procesiones, irá por dentro. Porque las calles, según parece, les pertenecen a otros. A los hijos del pánico y del odio. Como en los tiempos de Franco, ya nadie hace caso a la propaganda del régimen. Dos mil kilos de hierro que se lleva el aire, como si fueran dos mil kilos de plumas.

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