Los que entienden de economía (o presumen de saber algo) dicen que estamos ante una tormenta perfecta capaz de arrasarlo todo. Los males empezaron con la crisis económica de hace pocos años, luego vino la covid y, por ahora, la guerra de Ucrania, que también ... influye. ¿Y qué se puede esperar de un vendaval? Pues rayos, centellas, huracanes, tempestades, lluvias torrenciales y esa inflación por encima del nueve por ciento que obligará al Gobierno a soltar diez mil millones solamente para actualizar las pensiones. Sin duda, un dineral imprescindible si se quiere mantener el poder adquisitivo de muchas familias que no tienen más cachabas que tirar de la paga del abuelete para llenar la nevera.
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Aunque no voy mucho a la compra y cuando me toca hacerlo pago con tarjeta y no miro las cifras para no llorar, todos hablan del acelerón escandaloso de los precios de cualquier producto, menos los sellos de Correos, que aunque valen lo mismo de antes siguen sin ser comestibles. Hasta hace bien poco solía traducir los euros a pesetas, manía que abandoné porque daban ganas de salir a la calle con la recortada. Así que me trago lo que nos está pasando y huyo de los aguafiestas que dan la chapa con lo carísimo que se ha puesto todo. Pero para que nadie crea que me libro de sus efectos, el aguacero persistente de la tormentita me ha roto tres paraguas y unas katiuskas de media caña. Menuda gracia.
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