Una vez jugué al badminton

Entre tanta verdad estival distorsionada por lo que quisimos que fuera y no fue, hay una certeza: que los veranos se jalonan cada cuatro años con los Juegos Olímpicos y aunque esta vez ha sido al quinto, la esencia no cambia. De críos nos llegaban tambores lejanos con el sonido de que no nos comíamos ni una medalla y ya con Barcelona 92 y la ampliación de la cobertura televisiva subimos nuestra autoestima nacional y aprendimos a amar la vela, el judo y ahora hasta esa cosa del badminton, un deporte al que jugué una vez hace ya infinitos veranos en Inglaterra y que al regresar a España expliqué a mis amigos, que me tomaron por idiota; nunca más volví a mencionar mi experiencia fugaz con ese juego absurdo donde la bola se queda suspendida en el aire y te deja con el molde al ir a golpearla.

Y llegó este siglo y con él, Gasol. Cada cuatro años, la 'gasolimpiada'. Todos encantados con el bracilargo y sus parientes, que ellos mismos llaman a la selección de baloncesto, la familia, que cada cuatrienio nos hace una oferta que no podemos rechazar. Pero uno, que tiende a la melancolía en esta época y con esta edad, no puede dejar de pensar que será el último verano con Gasol. Ya me veo en los próximos Juegos como forofo del badminton, que el pasado siempre vuelve y en verano todo es iniciarse y mitificar.