La permuta de vida en muerte es la interrogante estrella de la especie humana. No comprendemos el proceso irreversible, no resolvemos el gran enigma, de la mortalidad. Todo lo que nace ha de morir. El ciclo es perfecto, la naturalidad de la vida es desaparecer ... y dar paso a más vida y más muerte. Los átomos que nos conforman son inestables y lo son sus funciones. Vida y muerte son una simetría irreductible y perfecta, tal vez única en el universo. La certidumbre de este determinismo biológico nos anima a desafiarlo, no para vencerlo sino justificar el poder insuficiente de nuestra mente.
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La vida se manipula, la muerte es inmutable. La vida se transforma desde su propio interior, el interior de la muerte es desconocido, y para nosotros carece de elementos. Morir es un acto real, la muerte en cierto modo es una abstracción. Vivir es la realidad que tenemos, la vida es la metáfora que legitima la metáfora de la muerte. Los únicos vínculos entre la vida y la muerte son el tiempo y el vacío. La materia del tiempo es el vacío, la materia del vacío es el tiempo que ha pasado, que fue pero que ya no es tiempo.
En la novela 'Tasmania' de Paolo Giordano, un personaje dice: «cuando los cuerpos se convierten en polvo, los átomos continúan existiendo y los inestables emiten radiaciones: rayos alfa, beta y gamma, neutrinos que atraviesan la materia y se dirigen al espacio exterior, donde existirán miles y miles de años. Por eso los muertos son radiaciones».
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