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Ortega, en 'Mirabeau o el político', afirma que se suele pensar que el político, además de ser un buen hombre de Estado, ha de ser ... una buena persona, y se pregunta si esto es posible. En ese marco de escepticismo, el gran filósofo desarrolla irónicamente una curiosa teoría en la que, al referirse a las virtudes públicas, distingue las virtudes magnánimas de las pusilánimes. Aquellas -el valor, la inteligencia, la previsión, la valentía, la iniciativa, la visión de futuro- deben adornar al gran estadista, al héroe capaz de ponerse a la cabeza de un pueblo y arrastrarlo hacia un futuro glorioso; las otras son las virtudes pequeñas que adornan o no a la mayoría de los mortales, y que tienen que ver con el sexo y con el dinero. La historia valora los méritos del verdadero estadista y desdeña las virtudes pusilánimes de los secundarios.
Este planteamiento es obviamente más estético y literario que político, más filosófico que jurídico, más psicológico que formal. Pero en todo caso describe un estadio incipiente de la democracia en la etapa de las monarquías dualistas en que la soberanía era compartida por el jefe del Estado y las cortes, o cuando se atribuía al poder un origen divino. Hoy, el racionalismo democrático ya tiene dificultades para convalidar la legitimidad de una institución hereditaria, la Corona, y desde luego impide que se creen zonas de impunidad en unos estados de derecho en que todos somos iguales ante la ley y el aforamiento ha de ser más una garantía para las instituciones que para quien tiene derecho a él.
En algún momento -hay que reconocerlo-, el reinado de don Juan Carlos, quien mantuvo un fuerte carisma durante mucho tiempo, fue un coto vedado para la opinión pública, una especie de intangible en que nadie, por respeto, quería entrar. La vida privada del entonces rey andaba de boca en boca a medio camino entre la revelación y la leyenda, como sucedía igualmente con los próceres en otros países europeos impecablemente democráticos -Mitterrand ocultó su vida amorosa, gran parte de sus correrías políticas y hasta su propia enfermedad mortal- mientras los medios franceses callaban, pero eran otros tiempos. Hoy en la política no hay magia ni reverencial discreción: todo está a la luz en tributo a una recién conquistada transparencia, que no tiene vuelta atrás.
Fue la progresiva iluminación de la vidriosa realidad la que hizo aconsejable -así lo entendieron unos cuantos prohombres del país- la abdicación de don Juan Carlos en junio de 2014 para no dañar irremediablemente la monarquía. Ciertas correrías habían tenido demasiada trascendencia y el pacto de silencio se había roto hacía ya tiempo. Don Felipe, muy bien preparado y quien había dado pruebas de su capacidad, tomó el relevo, y ciertamente ha conseguido recuperar el crédito para la institución; además de modernizarla, ha apartado a don Juan Carlos, le ha retirado su retribución, y él mismo ha renunciado simbólicamente a cualquier herencia que pudiera corresponderle. De todos modos, como es natural, la justicia no puede permanecer impasible ante ciertas evidencias que parecen mostrar que el rey emérito podría haberse visto implicado en delitos de tráfico de influencias después de su abdicación, cuando su persona ya no era inviolable según la Constitución.
El juez de la Audiencia Nacional Diego de Egea ya investigó cierto cobro de comisiones mencionado por Corinna Larsen y dictó en septiembre de 2018 un auto de sobreseimiento provisional por considerar que concurría falta de credibilidad en la denunciante, prescripción de los posibles delitos fiscales y ausencia de indicios de criminalidad. Pese a tal sobreseimiento, un fiscal suizo, Yves Bertossa, ha seguido la pista a las cuentas donde se alojan las comisiones abonadas al rey emérito, parte de las cuales fueron transferidas a Larsen. Es muy lógico que la fiscal general del Estado haya encargado al número dos de la Fiscalía, Juan Ignacio Campos, que lo es del Supremo, nuevas investigaciones que aclaren lo ocurrido. Al parecer, don Juan Carlos reside ahora en el extranjero, pero si hubiera cuentas que rendir, no tendría más remedio que regresar para enfrentarse a las responsabilidades que hubiera podido contraer.
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