Las noticias más leídas del viernes 7 de febrero en El Norte de Castilla

No tengo muy claro lo que ha pasado con Wanda y no quiero preguntar, no sea que me lo cuenten. El viernes no pude pasarme por el tanatorio y lo agradezco. Cada vez llevo peor estos temas y no necesariamente por el miedo a la ... muerte; al fin y al cabo, eso es lo de menos y además soy creyente. Me afecta más la vulgaridad con la que el mundo prosigue, como si nada, tras ver un alma en caída libre; las conversaciones en el bar, las mentes subtituladas, las ojeras, los abrazos mudos en el pasillo, los sonidos post mortem, el coche que pita y el pájaro que pía ajeno a la tragedia. O quizá, sobrevolándola. Hay una dualidad vida-muerte en un instante concreto que me paraliza el brazo izquierdo. Es una enmienda a la totalidad, como si estuviéramos viendo todos la Verdad a la cara y nos diera igual. Y no se puede: después de ver el final, nada puede seguir igual. Solo que sigue, se nos olvida, hacemos como que no nos hemos enterado de nada y sonreímos mirando para otro lado, conteniendo la respiración y las exequias. Y es ahí cuando me entra ansiedad, taquicardias y parálisis. Es como si me desdoblara entre la realidad y su trampantojo, entre la nada y sus reflejos. Y llegan los síntomas de infarto, se me atasca la palabra, pierdo la agilidad hablando, me atrapa la pena, el vértigo y el vacío. Pero entiendo que no soy el único. Esto es lo que hay, un tanatorio no es un lugar agradable y todos los presentes pasamos por algo similar.

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En cualquier caso, me habría encantado poder ir y dar un abrazo a Johanna, su madre. La última vez que coincidimos fue este julio, cuando paré a tomar un café en un bar cualquiera de Covaresa y tras la barra estaba ella. Eran los tiempos en los que aún daba largos paseos y no se me había pasado ese fulgor deportista que fue relajándose en agosto y desapareció definitivamente en Ferias. Y que, de todas maneras, aun se debate entre reaparecer o aceptar, como siempre, su destino cruel y el fracaso de aquel plan. Sé que su padre, en Santo Domingo, está regular de salud y le pregunté por él. «Mi hermano Franklin va para allá mañana, a ver qué tal está todo. Gracias por preguntar». Y me dejó pagado el café.

Su hermano Franklin. Ese es mi amigo desde hace veinticinco años. Es el dominicano más español que conozco. Es más, diría que Franklin es un vallisoletano típico, prototípico, un vallisoletano de manual: serio, amable, bueno y siempre un poco enfadado. Pero es un enfado sin ira, con más dosis de estoicismo y de cansancio que de rebeldía activa. Excepto cuando juega al pádel, que se lo toma muy en serio y se convierte en un McEnroe de punta en blanco. Porque el tipo viste como un dandy –lo es–, siempre bebe el mejor ron que haya y fuma puros como quien estuviera haciendo un sudoku. Y define así una manera de estar en el mundo. Desde hace años regenta un estanco en Las Delicias. Vamos, que el tipo es tan vallisoletano que hasta trabaja en Las Delicias. Solo le falta el leísmo, ser cofrade y abonarse en Preferencia B. Estamos en ello.

No recuerdo la última vez que vi a su sobrina Wanda, pero sí que recuerdo su extraordinaria belleza. Debió pasar un tiempo en Dominicana y luego volvió. El jueves nos dejó, se fue de nuevo, pero esta vez para siempre. Y el resto de la historia ya la conocen. Me viene a la cabeza aquella letra que hizo Juan Diego cuando Nocte: «¿Quién ganó? ¿La noche o la pared?». No lo sé. Y tampoco sé cómo está la familia, pero me lo imagino. Así que no pregunto. ¿Para qué?

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Estoy dejando pasar el tiempo, creo que es mejor así. Prefiero ver cómo todo vuelve a la calma, cómo en la Avenida de Segovia sigue el tráfico lento, los coches en doble fila y ese paisanaje que une en la cola del súper al abuelo que vino de Mojados en el año 60 a trabajar en FASA con Hassan, cuyo padre vino de Rabat a lo mismo y que ahora ve la vida pasar sin demasiadas esperanzas: nunca ha llegado a ser de aquí del todo y en Marruecos nadie le trata como uno de los suyos. Está desarraigado y todo el mundo le mira mal: sus mayores por estar occidentalizado y no seguir el Islam y los demás por ser marroquí, venir a invadirnos con su Cultura y esas gilipolleces que dicen los que siempre cuando no saben qué decir. Esos que antes de llorar terremotos piden el DNI y después de rezar dejan claro que no han entendido una sola palabra del Evangelio.

Da igual, eso ahora da igual. Lo grave es que en la calle Algeciras ya no está Wanda. Y la vida sigue. Si ves a Johanna te pondrá un café solo, como lleva haciendo treinta años. Solo que más triste. Y más solo. Hay lugares de los que no se vuelve, me temo. Y la sala en la que velaste a tu hija es uno de ellos. Por eso todos los cafés quizá lleven consigo, a partir de ahora, un diálogo interior, un ensimismamiento basal. La vida sigue también para su tío Franklin, que tiene amor, amigos y proyectos de sobra para recuperar, antes o después, su senda. Y sigue para sus abuelos, sus primos y su hijo, en el que prefiero no pensar demasiado ahora mismo porque se me cae el ordenador y el corazón al suelo.

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Escribo esto de puntillas. No he pedido permiso porque quizá no me lo iban a dar. La familia de Wanda –de Johanna, de Franklin– es seria, discreta y prudente. No les gustaría salir en los papeles ni dar que hablar. Pero yo sí que salgo en los papeles y resulta que no creo que haya nada más importante de lo que hablar hoy en Valladolid que esta historia, que nos toca a todos y nos puede pasar a todos. Esta no es una historia de dominicanos, una de esas tramas suburbiales con drogas, violencia y bandas que todos esperan. Esta es la historia de mis amigos. Sé que hay gente que, cuando lee la noticia y ve que se trata de una dominicana muerta, pasa página porque esto no va con ellos. Se equivocan: esta es la historia de los nuestros, de gente que ha trabajado como mulas en nuestra ciudad desde hace años, de gente que vota, de gente que vive y que ha hecho más por esta tierra que muchos nacidos en el Sagrado Corazón. De gente que forma parte de Valladolid de modo protagonista, aunque sigamos empeñados en poner muros conceptuales y simbólicos entre personas en función del lugar donde nacieron, como sexadores de inmigrantes o, peor, como nacionalistas catalanes. Esta historia que están viendo es la de nuestros vecinos. Están ahí. Son excelentes personas. Son mis amigos y yo solo pienso en qué voy a decirles cuando los vea y asumamos del todo que, una vez más, ganó la pared.

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