Si algo define los ochenta es, sin duda, la red de balones Mikasa con las que aparecía el profesor de gimnasia, con la desidia, la desgana y el hartazgo a los que solo un profesor de gimnasia puede llegar a aspirar. Un profesor de gimnasia ... no es uno de Educación Física, que es el estoicismo en chándal. De hecho, al mío, yo no lo vi correr nunca. El tipo solo se comunicaba con nosotros con un silbato y, eventualmente, con insultos. Pero con toda la razón, no piensen mal. Una de las pruebas consistía en dar cuatro vueltas al patio y Picón y yo solíamos escondernos entre la segunda y la cuarta para fumarnos un cigarro y unirnos de nuevo en los metros finales, levantando las manos con aire victorioso como José Luis González, que era nuestro ídolo porque era del equipo Larios. Como nosotros. Un poco feo, sí. Pero, en cualquier caso, todavía siento cierto respeto ante los Mikasa. Cuando me acuerdo de ellos siento un intenso dolor en la pantorrilla. Un dolor muy especial que no he vuelto a sentir. Supongo que estarán prohibidos. Porque eso no eran balones, eso eran proyectiles capaces de burlar el mismísimo escudo antimisiles de Israel. Picaban mucho. Y no les digo ya si encima había llovido. Esos balones mojados eran latigazos esféricos.
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Yo pienso en los chicos que nos poníamos de barrera cuando el rival iba a disparar un punterazo de Mikasa mojado que se dirigía directamente a nuestra cara y solo puedo sentir un inmenso respeto. Nuestra generación no hemos hecho la mili, vale. Pero esto lo convalida. Si los fusilamientos del 3 de mayo hubieran sido con un Mikasa, los del cuadro habrían huido despavoridos. Algunos hemos madurado varios años en ese instante. La vida entera pasa por tu mirada en el tiempo que transcurre desde que el Mikasa sale del charco hasta que llega a tu esternón, para dejarte tirado en un suelo de gravilla, sin respiración, con un moretón y las rodillas sangrando, que parecíamos el Cristo del Perdón. Algunos acabamos la EGB con artrosis, patas de gallo y la piel curtida como la chupa de Pepe Risi, el de los Burning. Desde entonces sigo de baja.
Luego tuve un Tango, que era el balón de España 82 y que a mí me lo trajeron los Reyes en el 85. Supongo que sería más barato. Y eso ya era otro nivel. Era tan bonito que daba pena sacarlo de la bolsa. Porque el suelo del patio de mi colegio era, como ya he dicho, una especie de lija con piedras incrustadas, un trillo inmenso, algo tan peligroso que solo podía estar hecho a propósito para vengarse de los niños. Una caída mala en ese suelo te hacía mudar de piel como una culebra. Y, en cambio, ese balón, ese olor a cuero nuevo y a gol de Quini era suave, amable, se diría todo de algodón. Así que no pude evitarlo. Pero fue sacarlo y destrozarlo. Aquel patio hacia heridas hasta a los balones.
Y llegó México 86, que me trajo su repuesto, un Azteca, aquel balón Adidas al que dormía abrazado, como Oliver Atom. Y con él llegó el Pinar. Iba con mi padre y con mi hermano y nos pasábamos las mañanas de sábado pegando balonazos en campos de fútbol imaginarios. Yo iba equipado con la vestimenta del Real Valladolid, con el 9 del Polilla Da Silva a la espalda y creo que sería capaz de encontrar perfectamente los árboles que entonces nos servían de portería. Eso me hizo conocer bien el Pinar. Al menos el tramo mas cercano a las piscinas de FASA y hasta la acequia de Simancas y el Pisuerga. Luego solía ir por allí en bici y no comprendía cómo podía haber gente que se liara, que se perdiera, que no distinguiera un árbol de otro. Yo los conocía perfectamente, eran para mí tan diferentes como las personas, aunque mi abuelo, que creció en el Pinar que hay entre Boecillo y Viana –la Vega de Porras– siempre me dijo que es imposible orientarse en un pinar. Cuando cae la tarde, las cosas se ponen difíciles y acabas dando vueltas en círculos. Luego tuvimos dos yeguas en las cuadras del otro lado y conocí esa parte, digamos que la que va desde el cuartel hasta la vía. Y la parte de la Finca de los Ingleses, donde he estado en convivencias y en alguna Pascua. Y, sobre todo, cogiendo níscalos.
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Luego mi amigo Picón, el que se escondía a fumar en los baños, se fue a vivir allí. Sigue sin correr, pero ya no se esconde. O al menos no se esconde para esto. Y a veces salimos a pasear por el Pinar con su perro y con su hijo León, que tiene un balón como el mío y una sonrisa como la de su madre. Pasamos a buscar a Miniyo y vamos los cuatro a buscar setas, a imaginar caballos, a escuchar trenes o a coger piñones. Y sobre todo a acordarnos de Tomás, el padre de Edu, que se fue con 86, pero que se fue pronto, porque hay gente que se va pronto se vaya cuando se vaya. Dejó a su familia de luto y a 'Lágrima', de Fariña, con un agujero de 500 botellas/año. Intentamos poner remedio nosotros en su nombre a través de una visita a La Rotonda, a Jancho en El Cortijo o a Tatatamberma. A la vuelta, a veces pasamos a ver a María Jesús, que está triste porque echa de menos a Tomás, pero que nos acoge como solo una señora de Castilla es capaz.
Y cuando salimos me entran unas ganas terribles de comprar una casa en el Pinar, con jardín, chimenea, piscina y perro. Porque un tipo de San Andrés, cuando habla de veranear en el Sur se refiere a una casa en el Pinar, al sol abrasador de sus agostos, a dormir la siesta a la sombra de un pino, a escuchar a una chicharra descorazonadora y a sentir cómo te caen goterones de savia ardiendo en un ojo. O a aguantar el frío gélido de sus inviernos entre esa niebla como del siglo XVII que te transporta directo a los libros de historia. Yo sé que esto es un sueño pequeñoburgués, pero qué quieren que les diga. Unos sueñan con Marbella, otros con Ibiza y otros con el sudeste asiático. Pero yo solo sueño con una choza en el Pinar, con una bici, un perro y una cachaba con la que dar paseos acordándome de mi abuelo, de mi padre, de mi hermano, de mis amigos, de Tomás, de León y de todos los que están por venir a esta Tierra Santa, donde los pinares son oasis y los oasis son porterías en las que jugar con balones de reglamento.
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