Todavía queda un mes para que se cambie la hora. Mientras tanto seguiremos en este tercermundismo horario que consiste en despertarse de noche y acostarse de día. Ese momento, el del cambio de hora, es el mejor del año, por delante del final del verano ... y de la vuelta al cole, que están bien, pero que se quedan cortos. Yo lo celebro como las campanadas. Porque el cambio de hora es algo superior, un golpe en la mesa definitivo que viene a nuestras vidas a poner orden y a terminar con ese 'domingueo' como de funcionario en bermudas para instalarnos, por fin, en la paz interior, la belleza de la rutina y el crespúsculo morado de los cielos de Castilla.
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Es una especie de año nuevo que coincide con el momento en el que Valladolid adquiere su verdadera dimensión y domina la pulsión y el calendario. Suele coincidir con Seminci, que es la apoteosis de la ciudad. En ningún momento está tan bella. Los hombres sacan el 'tweed' y las mujeres sueltan el humo de los cigarros haciendo figuras geométricas que los poetas convierten en cárceles. Y llega la hora de los viejos cafés y de esos lugares sagrados en los que, en otro tiempo, podrías encontrar a personas leyendo, escribiendo o charlando. Todo eso se fue al infierno con la llegada del móvil. Pero, sobre todo, con alguna ausencia. Estas tardes ya nada sigue igual porque falta Tomás Hoyas. Uno pasa por el Terminal, por el Patton, por el Tito's o por el Harlem –entiéndanme– y aún espera encontrarse a Hoyas en la barra, hablando de cualquier cosa con el camarero, para después escribirla. O quizá al revés, quizá ya la había escrito e iba a sus templos a declamarla, a ver si seguía funcionando en el camino que va del sueño a la garganta, que, en su caso, era un camino lleno de ocasos y gintónics. Como tiene que ser.
Cuando hace cinco años comencé a escribir en El Norte, Tomás ya no estaba. Es decir, nunca hemos coincidido en estas páginas. No solo eso: yo nunca he llegado a conocerle. Jamás crucé con él una palabra, un saludo o unas letras. Pero, sí miradas. Yo a él, claro. Y no solo en las páginas de El Norte y antes de El Mundo sino, también, en los bares. Al igual que me pasa con David Gistau, compartimos tantos amigos y compañeros que tengo la sensación de conocerlos bien, de haber sido amigo de ambos y, de algún extraño modo, de seguir siéndolo. Yo me acuerdo mucho de ambos, lo cual me produce mucha lástima porque siento que he llegado un poco tarde a todo y de haberme perdido por el camino muchas risas, muchas lecciones y algunas esperanzas. Aunque, en parte, lo agradezco. Seguramente Hoyas se habría reído mucho de mí y habría criticado mis columnas más solemnes con esa mirada desengañada y burlona, esa mirada de ave nocturna, de rapaz estrigiforme que caza ideas como ratoncillos que llevarse a la boca. Y a ver quién es el guapo que escribe con Hoyas detrás. O dentro, como un guardia civil del conceptismo culterano.
Tengo la sensación de que le debemos un homenaje. Y un libro que recopile sus mejores columnas. Porque manda narices que no exista, de verdad. Yo ya sé que no se lee, que nadie compra libros, que nadie está aquí para perder dinero y que la vida es así. Pero hay cosas que están por encima del dinero y una de ellas es ser capaces de publicar un libro de columnas de Hoyas. Pasa lo mismo, por cierto, con Maribel Rodicio. Me temo que Valladolid no trata especialmente bien a los suyos y menos si los suyos son cronistas. Porque es difícil escribir sin mancharse. Y si además lo haces bien, esas manchas suelen ser de cadáveres. Generalmente, el tuyo.
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Yo no sé cuántas veces habré leído aquella columna que dedicó a Arenales –amor, chaqueta metálica–. Tampoco la necrológica que le hizo Chema Nieto, cuando dijo que iba a ir a la verja de la casa de Cervantes a declamar a voces sus columnas o los homenajes de Berzal. He escuchado tantas veces a Fernando Lázaro, a Gordaliza y a Eduardo Álvarez hablar de Hoyas que de algún modo me siento parte del linaje, aunque sea de modo callado, desde los márgenes, sin dar el cante, que solo hay algo peor que las plañideras: las plañideras folklóricas. Y por encima –por debajo, ¿quién sabe?– las plañideras folklóricas que lloran lo que jamás llegaron a conocer. Me conformo con pedir a gritos el libro-homenaje, el acto-homenaje, el gintonic homenaje o lo que sea. Podemos instaurar el 'Hoyas Day', a imagen y semejanza del Bloomsday, ese evento anual que se celebra en honor de Leopold
Bloom, protagonista del 'Ulises' de Joyce. En Dublín quedan y van recorriendo los escenarios de la novela, que es una forma decente de decir que van de bares y una excusa perfecta para beber pintas de Guinness dentro de contexto. Pues nosotros igual. En Valladolid vamos a quedar el día de su cumpleaños y vamos tomar gintonics por sus bares, con parada en su casa, en sus periódicos y en la Plaza de los Arces, donde hay una escultura que se llama 'Árbol de la vida' pero que en realidad es una columna tan delgada que imaginaré, a partir de hoy, homenaje a su enjuta figura.
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Llega el otoño, la lectura, la ropa oscura y ese sol que te calienta por dentro, hartos ya de arder por fuera. Pero nos falta Hoyas, el profesor, el escritor, el humanista de las tardes, «tardes llenas de espejos que inauguran, multiplicando mentiras, un teatro. Don Ramón se asfixia entre trajes de tarde, y se refugia y se esconde en mi tristeza. Mire Hoyas, a las mujeres nunca se las conquista con ese columnismo romántico, tísico y suicida que usted emplea. Con delirios surreales y párrafos de colorín. Con bravatas pequeñas. A las mujeres, para conquistarlas, hay que dejarles que te escriban la columna. Y, sobre todo, la vida». Lo que va entre comillas es suyo, claro. Habrán visto ustedes la diferencia de calidad. Aprovecho para decirle algo. Mire, Hoyas, es usted un cabrón. El otro día, en el Congreso, viendo la degradación a la que hemos llegado, escuchando algunos discursoseructo y asistiendo a la vulgaridad fangosa en la que algunos rebozan sus cerdas, solo podía pensar en los espejos deformes del esperpento y en cómo lo escribiría Hoyas. Y lo que me salía era mejor, solo por imaginarlo escrito por usted. Como El Cid, es posible que pueda escribir usted su última columna después de muerto. Le aviso que, si fuera el caso, me ofrezco humildemente como médium.
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