Secciones
Servicios
Destacamos
No deja de resultar curioso que el ideólogo del club de montañismo se apellidara Sierra. Parece un nombre irreal, evidente, como nacido de la imaginación de un novelista cachondo, de esos que al peluquero lo apellidan Calvo y al bombero Cienfuegos. En realidad, yo lo ... que quería era jugar al fútbol, que era la salida natural de cualquier chaval corriente de mi generación. Y si no, siempre estaba el baloncesto, como mis amigos civilizados. Pero nacer en diciembre tiene estas cosas y entre que yo no era Pelé y que por edad me tocaba jugar con los de un curso menos, el deporte de equipo quedó descartado desde temprano. Ya en los deportes individuales, probé con el atletismo, pero no tardé en darme cuenta de que Dios no me había llamado para entrenar con una disciplina como de ajedrecista soviético. Así que un día entré en el despacho de Sierra, que por entonces estaba en el lugar que hoy ocupa la Asociación de Antiguos Alumnos, en la esquina del claustro, y me apunté al club. No todo el mundo sabe que ese despacho está comunicado con la sala de reuniones anexa al despacho del director del Colegio San José. Yo me enteré por Carlos Entrambasaguas, que fue el primer director que me llamó a su despacho y no era para expulsarme. Probablemente, porque cuando lo hizo, yo ya tenía cuarenta tacos, que, si no, lo mismo se arranca con un expediente. Por cierto, eso de que los despachos tengan dos salidas es una práctica bastante frecuente en los despachos de los Jesuitas, acostumbrados a tener que salir corriendo para huir de los cafres de turno.
En cualquier caso, aquel día me hice del club de montañismo bajo el auspicio de Ángel Sierra S.J. Cuando digo auspicio no piensen en una tutela especial, en un padrinazgo carismático como el de esos curas amables de las películas de Marcelino Pan y Vino. Tampoco piensen en esos profesores simpáticos hasta la náusea, con sus gafas de pasta y su guitarrita a cuestas como el profesor Keating en 'El club de los poetas muertos'. Nada que ver. Sierra era seco, serio y recio como un paisaje castellano. No regalaba una sonrisa de más, siempre iba con prisa y mantenía un eterno rictus de concentración ante cualquier cosa, lo que parece bastante lógico en la Garganta del Cares, pero no tanto haciendo una fotocopia de un mapa de la cuenca del Duero. Era un tipo duro, pero de una dureza entrañable, una dureza cercana. Una dureza blanda. Mascaba chicle como una 'cheerleader' de Louisiana, desayunaba ajos crudos y tenía dos mandíbulas como dos portaviones americanos. No era un hombre extraordinariamente cariñoso, ni falta que hacía. Pero, qué narices: en mi Colegio en los 80 nadie lo era. Los jesuitas estaban acostumbrados a educar a varones –no vimos a una chica hasta BUP– y aunque la cosa ya se había relajado mucho, aún había cierto aire marcial en el ambiente. Te trataban de usted desde los seis años, la cosa era bastante seria y allí nadie estaba para dar cariñitos innecesarios a niños tontos.
Me dio un carné de cartón, me dijo que solo necesitaba una cantimplora y unas chirucas que, por cierto, debía limpiar y engrasar yo mismo. Y muchas ganas. Y así nos fuimos a Gredos, creo recordar, cargado con una mochila, un mapa de papel y siguiendo las flechas amarillas pintadas en las piedras blancas. Los días antes de la salida a la montaña yo no podía dormir de los nervios y, ya en el autocar, en plena noche –en pleno frío–, solo podíamos pensar en que al amanecer estaríamos en Alto Campoo, en las Hoces del Duratón o vaya usted a saber dónde, mirando el horizonte, cruzando riachuelos y aguantado el dolor y el cansancio sin tocar demasiado las narices a nadie. Y menos aún al entorno, a la montaña, a la que nos enseñó a tratar con respeto reverencial. Aprendí a andar por el monte, sí. Pero fundamentalmente aprendí a andar por la vida, a superar baches, a no mirar atrás y a disfrutar del camino más que del destino.
Caminábamos solos, pero todos sabíamos que Sierra estaba allí, en alguna parte. Él era nuestra primera y última línea de defensa. Pero ese comodín no se usaba en vano, nadie acudíamos a él si no era estrictamente necesario. Yo creo que estaba mal visto, era una cuestión de dignidad y, ahora que lo pienso, cuando voy de viaje con mi hija, quizá de modo inconsciente intento educarla como a nosotros nos educó Sierra: no te quejes, no des problemas, deja las cosas mejor de cómo te las encontraste, se colaborador, no seas caprichoso y, por encima de todo: aprende a valerte por ti mismo. Ese era el mandamiento número uno del montañero: tú te ocupas de lo tuyo, no tu madre, no el monitor, no una presencia mágica e indeterminada a la que culpar por tu dejadez. Tú cuidas el equipo, tú adquieres la responsabilidad última de tus actos y tú apechugas con las consecuencias de las malas decisiones. Aprendes de ellas, ayudas al compañero y sigues caminando. ¡Qué bien les vendría a los niños de ahora una temporadita con Sierra! Aunque probablemente estaría prohibido, claro. Supongo que cada marcha de aquellas incumpliría hoy siete u ocho leyes orgánicas.
Ha muerto el hermano Sierra. En la residencia de Villagarcía, en la tierra de Jeromín como mandan los cánones de la vida y de la muerte de un jesuita. Estará enterrado, supongo, en aquel cementerio que tantas veces hemos recorrido en las Pascuas o en Ejercicios Espirituales y que aún recorro, sin saber por qué, algunas noches cuando sueño. Hizo millones de fotocopias, cuidó de la biblioteca, de la sastrería y de la ropería. Nos vio jugar a las chapas durante horas en aquel pequeño jardín que se fue definitivamente con la reforma del patio grande y nos riñó por cascar peonzas en su puerta. Nos enseñó a amar la montaña y a respetarnos a nosotros mismos. Si murió como vivió, se habrá ido sin dar demasiada guerra, cumpliendo hasta el último día y ayudando a aquel que se lo pidiera. Sin demasiadas sonrisas, supongo, pero sin demasiados errores. Sin aspavientos, pero con la infinita serenidad de quien ha sido maestro, sin pretenderlo, de tantos chavales perdidos en la montaña y en la vida. Lo quiero imaginar señalando con el dedo en el último momento aquel poster que voy a poner hoy mismo en mi despacho para no olvidar jamás la lección: «El montañero se ha de valer por sí mismo». Nunca lo olvidaremos, Ángel.
¿Ya eres suscriptor/a? Inicia sesión
Publicidad
Publicidad
Te puede interesar
Publicidad
Publicidad
Esta funcionalidad es exclusiva para suscriptores.
Reporta un error en esta noticia
Comentar es una ventaja exclusiva para suscriptores
¿Ya eres suscriptor?
Inicia sesiónNecesitas ser suscriptor para poder votar.