Uno empieza a estar cansado de las listas: la mejor tortilla del barrio, la mejor hamburguesa de la provincia, la mejor cafetería de la ciudad. Vivimos en un estado de competición permanente, obsesionados con lo que hacen los demás y, por lo tanto, en una ... dinámica de comparación continua que nos impide desarrollarnos como individuos únicos. Es curioso: la hiperconexión, que parece acercarnos, nos aleja. Pero ese aislamiento no genera individuos genuinos, como buenos salvajes, sino clones intercambiables que convierten al pueblo –siempre digno– en populacho –siempre odioso–. Todo esto nace, como casi todo lo malo en la sociedad actual, de las redes sociales, que son el gran problema de nuestros días. De entre todos sus efectos secundarios, el peor es la normalización de la vulgaridad. Antes podías ser un imbécil, pero lo sabías tú y quizá tu familia, que hacía todo lo posible para que nadie más se enterara. El resto solo podíamos llegar a sospecharlo. Sin embargo, ahora ya no tenemos dudas. El problema de las redes es que la estupidez ya no se oculta, sino que se exhibe, se normaliza e incluso se reivindica. Y al ver a muchos estúpidos juntos podemos llegar a pensar que ser estúpido es lo normal. Peor aún: podemos caer en el error imperdonable de pensar que, en realidad, no son estúpidos sino solamente gente que opina distinto. El marco mental que generan las redes sociales es lo realmente peligroso, ese calorcillo lanar que te hace sentir arropado por muchos siendo en realidad un cafre. Y el cafre abandona así el exotismo marginal del idiota –siempre vergonzante– para pasar a considerarse a sí mismo como un orgulloso y arropado librepensador. Nada tan extendido como creerse políticamente incorrecto; nada tan 'mainstream' como lo supuestamente contracultural; nada menos 'punkie' que considerarse uno.
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En cualquier caso, hay más consecuencias. Una de ellas es el cotilleo sobre las vidas ajenas: dónde veranera la vecina, dónde come la amiga, qué ropa lleva la compañera de trabajo. Todo eso es una máquina de frustración al por mayor que genera espejismos: «¿Cómo puede irse quince días de vacaciones todos los años a Asia mi amiga si gana menos que yo? ¿Cómo es posible que se peguen estos dos esa vidorra, de Estrella Michelin en Estrella Michelin, y que tengan esa casa tan mona con esos sueldos?». Y de ahí a la frustración, que es la antesala de la melancolía y de la depresión. La satisfacción con lo que uno gana no depende ya del valor absoluto del salario sino de lo que cobra su entorno digital. Así, si llevas mejor vida que lo que percibes, puedes estar tranquilo y satisfecho. Pero si no crees estar a la altura, es posible que te sientas un fracasado. Y, peor aún, lo va a sentir tu mujer, que se convierte en esa 'Menchu' de 'Cinco horas con Mario' que echa en cara al cadáver de su marido que nunca valió para nada. Las redes generan una obsesión por el dinero y por el estatus que han arrebatado a la sociedad la felicidad del día a día.
Y de ahí deviene el siguiente problema, que es la imitación, la repetición de esquemas y el grosero triunfo de la medianía. Es decir, la constatación de una crisis creativa y humana que mantiene a la sociedad en formol, enganchada a una pantalla y consumiendo basura en forma de 'reels', 'tuits' o 'stories'. Todo esto es el caldo de cultivo para que los padres escojan colegio o instituto para sus hijos con la cabeza puesta ya en el proceso de selección para una Big Four o en la oposición al Ministerio de Justicia. «De este colegio salen con un nivel increíble para Ingeniería Industrial». «En este otro colegio tienen un nivel de inglés que le va a venir muy bien a mi hija para poder ir de Erasmus en Tercero, que lo valoran mucho para entrar como consultor junior en banca de inversión en 2034».
El ambiente es desolador. La base de la formación de un individuo no es la adquisición de conocimientos o de habilidades técnicas sino algo mucho más integral y holístico, que es convertirse en una persona. Cuando esos hijos sean mayores y estén trabajando no van a competir entre ellos por quién se acuerda mejor de la valencia del Cloro o por hacer integrales, sino por otras cosas. No hay carreras con futuro: hay personas con futuro. Y esas personas con futuro son las que han aprendido a relacionarse, las que han entendido el valor de la disciplina, de la responsabilidad, de la fuerza de voluntad, del esfuerzo, del compañerismo y de la generosidad, que genera complicidades y, por lo tanto, apoyos. Eso es lo verdaderamente difícil de encontrar, ese es el 'bien escaso', que diría un economista.
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Decía Luis Enríquez que cuando llega el momento de la verdad y estás en la mesa de un restaurante con directivos, con inversores, con clientes o con headhunters, la diferencia entre unos y otros no viene marcada por los conocimientos técnicos sino por el humanismo y por la cultura. Y si no tienes un solo comentario que hacer sobre Limonov, sobre Vermeer, sobre Tom Petty, sobre la acería de Azovstal o sobre la crisis diplomática con Argelia, vas a perder oportunidades de carrera profesional. El problema es que todo eso no se adquiere la noche antes de la comida, sino a través del cine, de las sobremesas con gente más sabia, de los libros, de los viajes, de la amistad, del amor y del desamor. Es decir, de la vida.
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José F. Peláez
José F. Peláez
Competir con otros es de macarras. Limita la excelencia a la comparación. La verdadera competencia es contra uno mismo, contra los propios límites y contra la mediocridad, que es un listón que han marcado los demás. No nos formamos para ganar, sino porque odiamos la ignorancia; no nos educamos para competir sino para poder llegar a ser nosotros mismos. Todo esto no se enseña en el colegio solamente. Tampoco solamente en casa. Pero no me cabe duda de que da exactamente igual el colegio o el instituto elegido si la persona no adquiere una construcción íntima basada en el amor propio y en el amor hacia el resto («Antes el amor que el miedo», que decía San Ignacio). Yo fui formado en un colegio concertado, de Jesuitas. Mi hija –de ya casi quince años– ha pasado toda su vida en la educación pública. En ambos casos ha sido un éxito porque el factor diferencial no está fuera sino dentro; no se trata de lo que viene hacia ti sino de cómo vas tú hacia la vida. Así que dejen de mirar la lista de mejores colegios: quizá se trate solo de mirar la lista de mejores personas.
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