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Una biblioteca es un proyecto, una huella dactilar, un análisis de sangre que no solo muestra todo lo que has sido sino, fundamentalmente, todo lo que has querido llegar a ser. Quien compra un libro está vivo, tiene planes, acepta que hay un futuro. Y ... quien tiene una pequeña biblioteca está muy vivo, quiere seguir aprendiendo y admite tener la intención de sofisticar su mirada para tener planteamientos sutiles y no convertirse en otro zote fanatizado en las trincheras de nuestra Españita. Porque tu biblioteca no solo es receptáculo de lo que has leído, como un almacén, sino también una sala de espera, una meta volante que te está esperando. Muchas veces todo se queda en buenas intenciones. Yo tengo cientos de libros que no he llegado a abrir y que, de hecho, sabía que no iba a llegar a abrir desde el mismo momento en el que los compré. Son libros-proyecto, temas olvidados, ejemplares de consulta, fetiches. Pero, aún así, dicen mucho de su propietario, de todos los hombres que no le ha dado tiempo a ser.
Por eso, la biblioteca resume bien a la persona. Es lo primero que hago cuando entro en casa de alguien, me gusta pedir permiso para mirarla, fisgar entre las baldas, alabar su gusto, reírme de Juan Salvador Gaviota. Esos libros muestran lo que ha leído, pero también lo que no ha podido leer. Las estanterías son testigos de nuestra vida, de nuestros cambios. Como las anillas del tronco de un árbol, resumen nuestras inquietudes, nuestra búsqueda por saber, por comprender y nuestros esfuerzos por seguir respetándonos un poco en un mundo cada vez más mediocre. El que lee sabe que sus problemas son relativos, que no somos tan importantes, que entre un ejercito de gañanes y otro de manipuladores lo más inteligente es no tomar partido, aislarse y seguir el libro donde lo dejaste.
Por eso, deshacerse de una biblioteca es deshacerse de parte de uno mismo. El otro día pensaba esto mientras iba a una tienda de libros de segunda mano llamada 'Re-read' para vender diez libros que no quiero para nada y para los que no tengo sitio. No lo hice por el dinero, lo que te dan no llega ni para una cerveza. Y los atlas ni siquiera los cogen, nadie quiere mapas en tiempos de internet y si los recogen es solo como favor, para dárselos a una señora que los debe usar para ganarse unas monedas. Yo lo hice por respeto, porque esos libros han sido míos, me han visto reír y llorar, una vez fueron importantes para mí y no se les puede abandonar sin más, como si fueran una lata de calamares o un calcetín roto. Los di, así, en adopción. Y ahora voy cada día a verlos para saber si siguen allí. Finjo hojear un libro de Sánchez Ferlosio y miro de reojo a todos los que pasan por delante de ellos para escudriñar si serán o no buenos dueños, si los usarán para darse luz en noches de insomnio o para calzar la mesa de la cocina. He pensado incluso en comprarlos de nuevo, no sé muy bien para qué, algunos los tenía hasta repetidos, pero quizá estén mejor conmigo a pesar de todo. Y, en cualquier caso, en el armario de la cocina puede quedar algo de sitio. Aunque, bien pensado, donde mejor están es con otros libros, esperando su lugar, un nuevo dueño, esa persona que los va a sostener entre sus manos durante unas semanas y a la que va a hacer crecer de algún modo. Es la sangre y sus murmullos lo que late en esos libros de segunda mano, tienen tickets de metro, billetes de tren y dedicatorias. Por eso, una persona que deja un libro y otra que lo recoge tienen algo de parientes, de compadres. Abandonarlos a su suerte me parece una traición. Y da igual lo que ocupen: siempre será menos espacio que el que ocupa la idiocia y la falta de respeto que supone no solo ser un analfabeto sino, además, no hacer nada por evitarlo.
Me he aficionado a las librerías de viejo –'Libros y libros', en Ruiz Hernández, varias en Urueña- y ahora, cada vez que voy a una ciudad voy a las librerías de segunda mano. Son cementerios de libros, santuarios, hogares temporales de acogida, como las protectoras de animales. Y son muy diferentes entre sí, con el poso local y la influencia de su entorno. Por ejemplo, en Valladolid es fácil encontrar mucho Delibes y mucho Umbral, pero esos no son libros demasiado repetidos en San Sebastián, Barcelona o Palma. A veces se puede ver en la tienda que ha fallecido un abuelo aficionado a los toros y la tienda se llena de joyas que los nietos no quieren, no les vayan a llamar fascistas los fascistas. O que se ha ido un aficionado al arte románico o a la historia de Tierra de Campos. Simplemente se nota, se percibe que predomina un tema y la librería cambia cada día en función de lo que entra. El problema vendrá dentro de unos años, cuando empiece a fallecer mi generación y veamos que no tenían libros en casa, que nunca leyeron, que se pasaron la vida viendo lo que hacían cuatro imbéciles en Instagram, las fake news de otros tantos zotes en twitter o, mejor aún, Sálvame. La realidad, le pese a quien le pese es que la cultura es elitista y pensar lo contrario es pueril. Hay que aceptar que la gente prefiere no leer ni libros ni prensa ni nada que suponga un mínimo esfuerzo. Y no es por el precio, todo esto está regalado. Simplemente no quieren, prefieren ver lo que hacen unos en una isla o intoxicarse en redes que irse a una librería de viejo y comprarse por menos de lo que cuesta un cubata cinco libros de primer nivel para pasar todo el verano leyendo.
Tampoco hay gente jugando a las cartas en las piscinas y en los bares de España y es por lo mismo: el móvil ha terminado con los espacios, con el silencio y con el aburrimiento. Nos han convertido en esclavos, en consumidores de noticias falsas, en nodos de sectarismo, en puntos de transmisión de fanatismo, de integrismo, de odio, de desprecio, de expectativas falsas, de ocio vacío, de modelos nauseabundos y de un mundo de bienestar que no existe. Y lo peor: lo hemos hecho sin saber que cuanto más ahondamos en la trinchera más difícil será salir de ella el día que nos demos cuenta de que ese agujero que cavábamos no era solo la tumba de nuestra inteligencia sino también de nuestra democracia. Lo verán en unos añitos. En lo que llegan los bárbaros, seguiremos leyendo.
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