Hay en Filmin un documental de tres episodios que se llama 'Hemingway' y que dura, en total, unas cuatro horas. Como estoy de Rodríguez, me la he ventilado entera esta semana, aunque, a decir verdad, creo que me podría haber visto enteras las filmografías de ... Alfred Hitchcock, John Ford y Woody Allen porque hay que ver lo que da de sí el tiempo cuando decaen las obligaciones sociales, las llamadas urgentes, las responsabilidades familiares y uno puede, por fin, entregarse por completo a trabajar. Bueno, a trabajar y a ver el documental de Hemingway, que es un trabajo como otro cualquiera. Porque es este uno de los temas que más me interesan y que más me inspiran: Hemingway, Scott Fitzgerald, Dos Passos, la generación perdida, el París bohemio de los pintores, la Europa de entreguerras, la América del Jazz, la época de los escritores de verdad, los que aspiraban a la obra perfecta y no a comer tres veces al día. Pero es que, además, el documental está bien hecho –con voces de Peter Coyote, Jeff Daniels y Meryl Streep–, es bastante riguroso y no tiene nada de panegírico a mayor gloria del personaje central. En ese sentido tiene algo de ese 'Juan Belmonte, matador de toros', de Chaves Nogales. Consigue conservar esa distancia afectiva con el protagonista y parece anclarse a esa forma de narrar tan fría, tan cierta y tan minimalista que definía al propio Hemingway. Si su estilo insinuaba sin explicar, el documental también lo hace. Es la teoría del iceberg, según la cual el texto es solo la parte visible de un bloque de hielo que se oculta bajo la trama. Y que se llama realidad. Esto llega a su summum en un relato que se llama 'Los asesinos', una obra maestra en la que desde la primera palabra notas que pasa algo, pero no sabes qué. La economía narrativa y la escasez de recursos –entiéndanme– hacen que la tensión se corte y que el ambiente te ahogue sin saber exactamente qué está sucediendo, qué ha pasado antes ni qué va a pasar después. El centro de la historia no es lo que pasa, sino un elemento que está ausente.
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En su vida pasa algo parecido. Hay algo que no cuadra, algo que falta en el relato y no sabes qué es. Pero lo que sabemos, lo sabemos: fue un amante del boxeo, de la caza y la pesca, volvió 'sonado' de una guerra –'Por quien doblan las campanas'–, escribe del campo –'Las verdes colinas de África'–, hace alegatos por la paz –'Adiós a las armas'–, por la vejez –'El viejo y el mar'– y mantiene siempre un estilo periodístico y una prosa muy precisa. ¿No les suena todo esto? Efectivamente, si Hemingway es el culmen de la literatura norteamericana del siglo XX, el culmen de la española del mismo siglo es otro 'sportman', otro amante de la caza y de la pesca, con enormes traumas de su propia guerra –'Madera de héroe'–, que escribe del campo –'La caza de la perdiz roja'–, con obras de marcado tinte pacifista –'Las guerras de nuestros antepasados'–, de apología de la tercera edad –'La hoja roja'– y con un estilo de crónica periodística y una prosa desafectada y siempre alejada del artificio. Uno escribía para el Kansas City Star, el Toronto Star y el Transatlantic Review. Otro para El Norte de Castilla. Uno escribía en revistas como 'Esquire'. Otro en el semanario 'Destino'. Muchas similitudes, pienso.
Y muchas diferencias, me dirán. Si Hemingway hizo de su vida un espectáculo, Delibes fue un hombre introvertido. Si las relaciones sentimentales del americano fueron un desastre, las del vallisoletano, un ejemplo de prudencia. Si uno fue excesivo, el otro austero. Uno recibió el Nobel y el otro lo despreció.
Y puede ser entendido así, claro. Esa es una primera lectura, pero, debajo de esa punta del iceberg está la parte sumergida, la del análisis profundo, el de las causas. Y, en ese nivel, podemos quizá acordar que incluso lo que les separa, les acaba por unir: en ambos casos, un tipo de vida muy reconocible que se transfiere de la persona al escritor y del escritor a la leyenda; en ambos casos, una obra marcada por la decepción amorosa: en un caso divorcios, en el otro, viudedad. Los excesos de uno y la austeridad del otro son, quizá, solo diferentes maneras simbólicas para expresar un mismo miedo y una misma soledad. Y la muerte, tan marcada en la obra de Hemingway –el suicidio de su padre, el suyo propio– como en la Delibes –suicidios en 'El Camino', muerte en 'La sombra del ciprés es alargada', en 'Mi idolatrado hijo Sisí', en 'Cinco horas con Mario', en 'Señora de rojo sobre fondo gris' o en 'Los Santos Inocentes', sin entrar en muchos más detalles de ambos. Y en cuanto al Nobel, ambos lo utilizaron para lo que quisieron: uno para aferrarse a él y otro para ponerse por encima de él. En realidad, diferente efecto, pero una causa muy similar: la cara visible e invisible de una misma luna. Será que los genios se parecen, pienso. Y, por supuesto hay algo de eso. Si Hemingway aprende a colocar la luz de los impresionistas y es amigo de Picasso, Miró y Juan Gris, Delibes fue un gran aficionado al arte, mantuvo grandes amistades con Castilviejo o Vela Zanetti y se mostraba fascinado por el realismo de Antonio López, que, de algún modo, trasladaría a sus novelas.
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Así que Delibes es Hemingway con boina y Hemingway Delibes con sombrero. Ambos son las cumbres de la narrativa en sus idiomas en el siglo XX y, cada uno a su modo, fueron capaces de convertirse a sí mismos en mitos inmortales, en referencias fijas, dueñas de sus respectivos espacios conceptuales y ancladas en el inconsciente, no solo del resto de escritores sino del público universal. Representan una manera de estar en el oficio y, desde entonces, solo hay dos posibilidades: escribir para parecerse a Delibes o para no parecerse a Delibes; escribir como Hemingway o hacer como que no lo has leído e intentar esquivar el asunto del estilo para no tener que asumir que es insuperable y que, al leerlo, de algún modo sientes que el tipo ha inventado la propia literatura, que antes no había nada. Y la única manera de no hacer el ridículo desde que ambos existen es callarse, bajar la cabeza, leer mucho y aprender todo lo posible, por si acaso todo lo que he dicho solo fuera una enorme gilipollez fruto del ensimismamiento al que me ha llevado la soledad de un extraño verano en compañía de mis ídolos.
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