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Comprarse un castilloSi yo tuviera mucha pasta también me compraría un castillo, la verdad. O uno de esos palacios castellanos renacentistas que hay por Valladolid, con tres ... crujías, un patio cerrado a todo y abierto al cielo –a Dios–, con un pozo en el centro y un claustro repleto de piedra, madera y nostalgia. Últimamente la nostalgia no está de moda, no sé qué narices tienen en contra del pasado. Los que hemos sido felices no podemos evitar recordar cosas todo el tiempo, en cada esquina, en cada vagón, en cada calendario. No es voluntario, simplemente son daños colaterales de tener una memoria prodigiosa y algunos rasguños. Cuando eso pasa no solo se recuerda lo vivido, sino también lo soñado, que es la peor nostalgia de todas porque nace de algo que nunca ha sucedido. Aunque algunos dirán que eso no es nostalgia sino melancolía. Seguramente tengan razón, pero no voy a perder el tiempo en semántica, que es viernes, hacer calor y todos tenemos mucho que hacer. Sea lo que sea, con frecuencia recuerdo un pasado que no he vivido, pero que he leído. Es decir, un pasado que conozco a través de otros ojos y que en ocasiones es el único que importa. Como por ejemplo la historia de Castilla. Cuando uno ha leído tanto sobre la historia de nuestra tierra, que es la historia de nuestras familias, no puede evitar revivir en directo cosas que no le han sucedido personalmente. Por ejemplo, hay dos siglos olvidados, los años que suceden entre el 800 y el 1000, que son los del Condado de Castilla y que si tuviéramos amor propio deberían ser estudiados en casa, transmitidos de abuelos a padres, de padres a hijas y de estos a sus peluches o a sus novios. Valga el pleonasmo.
En este sentido recomiendo la obra de Gonzalo Martínez Díez, S.J. Aunque precisamente hoy cabe recordar, por encima de todos, a Teófanes Egido, maestro inalcanzable, sabio entre los sabios y cronista de nuestra ciudad, al que no tuve la suerte de conocer. Descanse en paz. Aunque su especialidad fue la historia moderna, uno se acerca a la obra de estos grandes cronistas y algo de lo narrado se le queda dentro de los huesos para siempre. Como si lo hubiera vivido. O incluso mucho mejor que si lo hubiera vivido. En cualquier caso, cuando uno entiende lo que es un castillo no puede por menos que sentir un respeto reverencial por esas piedras, que no son solo muros defensivos sino el sistema nervioso de una identidad. No hay que tener miedo a hablar de identidad. El miedo –y el asco– entra cuando esa identidad es excluyente, supremacista, racial. Es decir, nacionalista. Pero cuando la identidad es, como la nuestra, inclusiva, universal y humanista no hay nada de lo que avergonzarse. Eso es Castilla. Y también León, aunque algunos allí aún no se hayan enterado. Por supuesto que esa identidad es previa a la existencia de España, a ver quién es el listo que le dice a un castellano del siglo XIV que eso por lo que lucha es una nación. De esto se van a dar cuenta pronto, cuando en 2030 desde Castilla y León hablemos del octavo centenario de una unión previa a la existencia de España y hoy diluida en esta.
Volviendo a los castillos. Ese mapa es el mapa de la guerra, de la defensa, primero de la conquista y después de la reconquista. Son las heridas de la historia. No son bonitos como los palacios inventados, no saben a ilusión como los palacios de los cuentos, no son hogares de aristócratas, como en Inglaterra, sino de españoles, de españoles pobres y guerreros. Pero son parte de nuestra dignidad. Visto así, no sé por qué perder el tiempo con mansiones horteras, al estilo de Miami, de Marbella o de cualquiera de esas urbanizaciones para futbolistas del Real Madrid y para cantantes de reggeaton con más tatuajes que vivencias. Si yo quiero ganar dinero es para tener un castillo en esta tierra. Y dentro de él construir una biblioteca inmensa, con escalera para llegar a los libros de arriba y una mesa gigante en el centro. Y pasarme las horas muertas investigando la historia de la gente que lo ocupó antes que yo a lo largo del tiempo. Y una capilla consagrada a San José, o a San Francisco o San Ignacio. Y a la Virgen de la Esperanza, o de la Soledad, o a Teresa de Jesús, que juega en casa. En realidad, da igual. El tema hoy es que Luis Álvarez, Santiago Segura y José Mota acaban de comprar el castillo de Pedraza, hasta ahora en manos de la familia del pintor vasco Zuloaga. Me parece una excelente noticia. No solo porque Pedraza es un lugar idílico, precioso e incomparable sino porque, hasta donde sé, el castillo se encuentra en buenas condiciones y tiene mucho potencial, no solo como escenario de películas y de eventos sino también como recurso turístico. Bien, en ese sentido mucho mejor para los inversores, siempre es importante que Castilla y León tenga una economía atractiva. Pero en lo que nos toca al resto, creo que es una buena noticia por otro motivo. Y ese es mucho más importante que lo económico. Es el de la dignidad, el del orgullo, el que nos une con nuestros ancestros a través de un cordón umbilical. Si fuéramos ingleses o franceses no habría castillos libres. No me cabe duda que si esto fuera Cataluña habría leches por hacerse con salvar uno, habría hasta asociaciones. Los castillos son los ancianos de nuestra arquitectura y no pueden morirse solos, sin más. Uno ve el Peñón de Lara, en Lara de los Infantes, y se le cae el alma a los pies. Los restos del castillo de la casa de Lara, de Fernán González, de la familia fundadora de Castilla son hoy solo un par de muros de adobe que parece un cactus triste en el desierto de Arizona.
Yo creo que todos deberíamos ir en procesión una vez en la vida. Y a Peñafiel, y a Torrelobatón, y a Medina, a Coca, a Simancas, a Ampudia, a Cuéllar. Y hoy también a Pedraza, por supuesto. Yo doy la bienvenida a los nuevos vecinos y también las gracias. Ojalá que las autoridades tomen nota y, en una época de nacionalismos excluyentes como esta que vivimos, entiendan que un plan para salvar los Castillos no es solo un plan para recuperar la economía sino, de paso, nuestra historia, nuestra dignidad y una maravillosa excusa para contar a nuestros hijos quienes son y de dónde vienen. No se me ocurre una mejor manera para que ellos solitos lleguen a la conclusión de a dónde deberían ir. Y, sobre todo, a dónde no.
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