Edificio apuntalado junto a la plaza de Caño Argales. Alberto Mingueza
Óxidos y vallisoletanías

La casa de Caño Argales

«Nuestra querida ciudad les recibe con un edificio en ruinas, lleno de ratas, con desprendimientos y dos gigantescos soportes rojos»

José F. Peláez

Valladolid

Viernes, 6 de diciembre 2024, 08:19

Cuando los madrileños se bajan del tren en la estación de Campo Grande tienen varias opciones, todas ellas, por supuesto, tras besar protocolariamente el suelo de esta Tierra Santa y decir que qué frío hace. Una de esas opciones, que es la óptima, implica salir ... hacia la Acera de Recoletos, contemplar la estatua de Colón, mirar el Campo Grande, ceder el paso a un pavo real que cruza con total naturalidad y que se comporta como si la ciudad fuera suya –lo es–, mirar la placa de la casa natal de Delibes y hacerse una foto frente a la Academia de Caballería. Para lo de Instragram. Si lo hacen así están ganados para la causa. Y más si después de ello deciden girar hacia la Casa de Cervantes o hacia la calle Santiago –hoy Avenida Amancio Ortega– para llegar a la Plaza Mayor. Y luego ya saben, que si el lechazo, que si las tapas y que si los Habsburgo.

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Otra opción es girar por la calle Gamazo, que tampoco está nada mal –desde luego, quién la pillara– y que es la vía natural para ir hacia la Plaza de España, Fuente Dorada, Catedral, etc. En realidad, hay muchas más opciones que en este momento no voy a desgranar individualmente porque el lector, intrépido 'flâneur', las conoce mejor que yo. Pero hay una muy utilizada, que comienza por no hacer lo que se supone que debe, limitarse a buscar la dirección en Google Maps y optar por la ruta más corta, por ejemplo, hacia Santa Cruz o la Universidad. Y resulta que esa ruta los lleva, en muchas ocasiones, por Ferrocarril hasta Caño Argales. La calle Ferrocarril no es la más bonita del mundo, pero da igual porque San Andrés es un barrio ferroviario y los afectos están por encima de la estética. Por cierto, que en Madrid también hay una calle Ferrocarril, y en ella vivió Curro Romero. En la calle Ferrocarril de Valladolid vivían mis abuelos, que no tenían tanto arte como Curro, pero casi. En cualquier caso, volvamos a nuestros amigos madrileños, que, helados por vientecillo del páramo y con la mano del móvil más fría que Úrsula von der Leyen, llegan hasta la plaza del Caño Argales. Y ahí se produce la escena esperada: nuestra querida ciudad les recibe a portagayola con un edificio abandonado, en ruinas, lleno de ratas, con desprendimientos y dos gigantescos soportes rojos aguantando las fachadas para que no se le caigan encima a una abuela con bastón que va a comprar pescadillas de ración al Campillo. O a un niño que sale del colegio Cardenal Mendoza dando patadas a una piedra, o a un procurador de los tribunales que corretea con una carpeta bajo el brazo camino del juzgado de Nicolás Salmerón y que, probablemente, esté a punto de batir la mejor marca europea del año en 1.500 metros obstáculos. Porque los procuradores siempre van corriendo, es curioso. Es más difícil hablar con uno que con la Seguridad Social. También hay por allí perros que hacen sus necesidades en el edificio, yo creo que ponen la pata para arriba para sostener la pared, no se les vaya a caer encima. Hay nidos de palomas creando una inmensa capa de excrementos y de plumas que, sin duda, hace las delicias de los turistas de Madrid. Dice mi compañero Sergio García que el otro día se cayó parte de una chimenea. Qué maravilla, ahora en época navideña, un pequeño atentado a Papa Noël para rematar el plan anti bucólico prometido. También dice el compañero que la chimenea en cuestión se llevó por delante alguna teja y ladrillos de la fachada posterior. Pero no pasa nada porque, últimamente, parece que ha habido okupas, así que todo niquelado: la vida se abre paso hasta en el fango. Podrían hacer unas hogueras ahí dentro, meter perros de presa, quizá criar unos cerdos, hacer matanza, colgarla en el 'sobrao' y convertir la buhardilla en un palomar y criar pichones con IGP 'Caño Argales'.

Hay riesgo de desprendimientos, como en la autovía a Santander a la altura de Reinosa, lo que ha provocado que la policía municipal se haya visto obligada a cerrar un tramo de la calle Panaderos con sendas vallas. Y está muy bien porque ahora los niños y las ancianas tienen que cruzar sin paso de peatones cercano para agolparse todos por el otro lado de la calle, que, por momentos, parece una calle de Tokio, con coches que pitan, vecinos que se enfadan y procuradores, que se saltan las vallas si hace falta y que si les pones un pequeño lago lo cruzan a 'crawl'.

Podría parecer un arrabal de Medellín o de La Habana, pero los soportes rojos, como de un Lego inmenso e inclemente, confirieren a la escena un aire soviético, como de Chernóbil cuando fue Shcherbina. Los antiguos balcones del edificio están tapados con puertas, siguiendo la estética de Las Viudas. Los madrileños lo ven exótico. Alrededor de las ventanas hay huecos de donde se han desprendido ladrillos, y entre los soportes rojos y las vallas hay una especie de malla protectora en la misma estética brutalista, así que, en un corte tranversal tenemos: ratas, tejas rotas, chimeneas desprendidas, casa que se cae, balcones tapados con puertas, soportes rojos gigantes, caseta de obra, malla, valla, niños, ancianos y procuradores. Un poquito más allá, Javi Heras, sentado en un banco de la plaza, con la mano en la barbilla, mirando lo que en otro tiempo fue su tienda de ultramarinos y que desde hace casi diez años es solo un recuerdo frustrante que se desmorona. Se preguntará, supongo, si la culpa es suya, del Ayuntamiento, de la empresa o de Dios. Yo no conozco la respuesta, pero, desde luego, de quien no es la culpa es de los vecinos del barrio, que convivimos desde hace años con un problema similar en Dos de Mayo y empezamos a estar cansados.

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La propiedad privada es sagrada. Pero entiendo que vivimos en un lugar civilizado con leyes que protegen a los vecinos y que obligan a los propietarios a mantener los edificios en condiciones de salubridad, higiene y seguridad. Si no son capaces de hacerlo, entiendo que el Ayuntamiento ha de estar en condiciones de tomar decisiones y demolerlo antes de que los desprendimientos vayan a más, la plaza se convierta en un estercolero, la calle Panaderos en un circuito de 'cross' ideal para atletas y procuradores. Entre los atletas, Mayte Martínez, concejala del barrio, que podría darse una vuelta. Si no es capaz de arreglarlo, siempre podrá debutar con la pértiga. Y ya en elecciones contamos a los madrileños lo del lechazo, las tapas y los Habsburgo.

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