Hasta hace cuatro días observábamos Alemania desde abajo. Ya no solo en términos económicos, circunstancia que, pese a algunos datos coyunturales, se mantiene; también en el social, el cultural, el político… Extendíamos a cualquier vertiente aquel laudo referido al fútbol –perdónenme, en esta sección no ... toca– del jugador inglés Gary Lineker: «el fútbol es un deporte en el que juegan once contra once y siempre gana Alemania». Ahora, hasta allí, país impulsor, motor, corazón, esencia de la Unión, ha vuelto al cuero para confeccionar los collares de los perros: las longanizas no alcanzan.
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Mi cabeza retrocede. Al poco de que Lineker universalizase la muletilla referida, los países miembros firmaron el Tratado de Maastricht, la entrada en vigor de la Unión Europea. España, aún revestida de papanatismo por su reciente incorporación al ámbito de la CEE, recibió con entusiasmo la noticia. ¿Toda? ¡no! Una minoría apuntaba que el acuerdo afianzaba un modelo antisocial, deterioraba los propósitos de convergencia, se excusaba en la deuda para recortar partidas sociales, la visión del norte europeo arrinconaba la sureña… En fin, que lo sustantivo, el modelo elitista, se solidificaba en las letras del Tratado, mientras la armonía comunitaria se evanescía en el compendio de buenos deseos, en los artículos vaselina para suavizar el rozamiento.
Leo que Alternativa para Alemania (AfD), la ultraderecha germana que deja a los de Abascal en derechita timorata, en diestra pusilánime, en medio del centro, se compromete en su programa a la salida de Alemania de la UE.
Respingo. Mi cabeza, tras un volteo argumental, retrocede más. Mi abuela Jacinta me relataba cómo, a punto de entrar en la treintena, días antes del comienzo de la Guerra, no podía imaginar la catástrofe que se cernía. Miro alrededor, el ambiente se encrespa hasta espantar. El riesgo se atenúa porque la UE ejerce de cortapisa y por la inversión de la pirámide poblacional. Salir de la UE, por más que este jabalí se haya transformado en cerdo doméstico, que hasta necesita mamporrero... Puf. Al menos en esta España de ánimo perturbado seguimos siendo viejos.
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