Imagino a don Manuel caminando por las angostas y empinadas callejuelas de Valverde de Lucerna saludando a los pocos parroquianos, pocos porque pocos son, con los que se cruza en sus paseos diarios. Allí, el futuro 'San Manuel Bueno, mártir', ejerce su magisterio sacerdotal como ... si de verdad creyese, transmite una fe de la que carece.

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En cada saludo, en cada bendición, en cada sonrisa, siente una sacudida que le impele, corroído por las dudas, a entornar los ojos e interrogarse insistentemente sobre el sentido que se hallará en alborotar, con la revelación de mi descreimiento, la rutina que conforma la vida de estas humildes gentes. No lo encuentra. Y calla.

En sus paseos, a lo largo de esta interminable sucesión de campañas, y lo que te rondaré morena, por platós de televisión, emisoras de radio, escenarios varios desde los que lanzan unas soflamas más dispuestas para zaherir al rival que planteadas para desgranar su modelo, sus propuestas, los dirigentes políticos de nuestra España reflejan una imagen similar a la del personaje de Unamuno. Similar, porque replican desde sus púlpitos un ideario en el que no creen, pero con tres grados de inversión.

Por una parte, el curita –a diferencia de nuestros dirigentes, su mayoría al menos– se hacía creer. Los fieles atendían con la certeza de compartir su fe, la fe de sus mayores. Por otra, don Manuel, frente a la arrogancia de una clase política que miente o dice la verdad con la misma convicción, dudaba. Ni siquiera estaba seguro de que 'su mentira' fuera tal.

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Por último, el párroco escondía su verdad con la pretensión de no perturbar, de mantener lo que consideraba un bien colectivo. Sus palabras, tercer giro, no se convertían en el refugio de su interés, en la coartada con la que aspiraba a dominar.

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