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El tedio, propensión de la que el cineasta pretende huir al abordar sus películas, se transforma en la clave emotiva que plantea Jonathan Glazer para ... desarrollar 'La zona de interés'. Cada escena muestra la aburrida cotidianeidad de una familia, sus conversaciones triviales, sus cuidados del jardín, sus legañosas sonrisas al despertar, sus besos de buenas noches… Una familia absolutamente convencional, de las que cualquier vecino atestiguaría al periodista que le interroga tras un hecho truculento que «parecían buena gente». Interés, per se, nulo hasta para el más puntilloso de los voyeristas. El desasosiego que provoca la visión parte de lo que no se muestra, de lo que sin aparecer en el cuadro percibimos que ocurre. No son necesarios ni los indicios –chimeneas, gritos–; de antemano nuestra cabeza nos refiere la historia colateral.
Como tenemos asimilado que el nazismo alcanzó el mayor grado de depravación humana, tendemos a asumir que cualquier horror que se nos relate no alcanza tal categoría. El riesgo de la película, al elevar la degeneración al punto máximo, estriba en el alejamiento de la reflexión propuesta de nuestro concreto día a día, en la dificultad de extrapolar a otros terrenos la vecindad de la aparente bonhomía y la maldad sistémica. Y sin embargo, con poco esfuerzo, podemos imaginar personas disfrutando de las playas, de las fiestas, gentes enredadas en sus corrientes costumbres inanes, a una nimia distancia de, por ejemplo, la franja de Gaza, desde donde también les provienen humos y gritos, desde donde parte el sonido del rugir de los estómagos vacíos. Sin ir tan lejos, apenas una lengua de agua separa nuestra zona de interés de la angustia de unos millones de personas procedentes de territorios que fueron –y son– saqueados por el interés de la zona, en beneficio de este decadente mundo occidental.
No es lo mismo. No, no lo es, si queremos, en cuanto a grado. Pero apunta en la misma dirección. Y desasosiega.
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