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Resuenan las charangas, las plazas se ornamentan, los reencuentros se celebran, los abrazos se multiplican, las calles bullen, el vino corre… Castilla y León, sus pueblos, festejan. Pocos son los que no marcan sus días grandes a lo largo de una de estas semanas; ninguno ... deja de tener al lado algún otro que sí los celebra. Pueblos llenos de vida, de apariencia de vida, de una vida ya impropia.
Un resurgir temporal, una imagen de lo que pudo haber sido, la añoranza de unos abuelos que asumieron que el progreso –o simplemente un chusco que llevarse a la boca– se hallaba más allá, mucho más allá, de la raya del pueblo, en la capital. Una generación tras otra; sangre que desangró, desangramos, me incluyo, la primera tierra que nos vio.
Y sin embargo, esos pueblos vacíos continúan, siquiera por unos días, llenándose. Como si el hilo de la marcha no se hubiera terminado de romper, como si nunca se hubiera dejado de volver la cabeza. Sorprende, al menos a mí. Sorprende porque ese hilo, esa mirada atrás, se ha transmitido a hijos, a nietos, que año tras año regresan a un pueblo que siguen considerando suyo. Cuando nos fuimos, entendimos que no habría retorno, que correspondía comenzar una vida en el punto en el que cada cual hubiese caído buscando 'progresar'.
Pasados los años, setenta desde que se fueron los primeros, observo en mi pueblo que se han ido formando bastantes parejas entre descendientes de segunda o tercera línea genealógica.
Como si, tirando de estadística, no fuera más probable haberse emparejado en sus cotidianos Madrid, Barcelona, Bilbao, Zaragoza o Valladolid.
Lo comento como rareza y me responden que no, que ocurre con más frecuencia de lo previsto. Quizá el pueblo propicie un sentido de comunidad, tal vez la ciudad con sus prisas y distancias dificulte el encuentro. O, sin más, solo sea culpa del verano.
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