Por más que uno se empeñe en creer lo contrario, nunca hubo tiempos idílicos. El ejercicio de recordar te acerca momentos que –por cuestiones personales o circunstancias sociales, ya no digo cuando se unen motivos de ambas índoles, cumplir los dieciocho o veinte años en ... un país que ebulle y se expande por haber dejado atrás una dictadura– hemos alzado al anaquel de lo excelso. Mantengo presente esta reflexión porque con frecuencia conviene frenar: la propia naturaleza humana nos arrastra a cuestionar el presente al compararlo con un pasado falso por hermoseado del que, por supuesto, sale perdiendo. Y echamos pestes. La secuencia de convocatorias electorales ha desatado una tempestad en ese abigarrado espectro sociopolítico que se halla a la izquierda del PSOE. Frenas. Aunque en algún momento se entendiera que sí, nunca hubo tiempos idílicos. Y en este ámbito, menos. División hubo siempre; egos -fríos o arrebatados-, también. La cuestión pendiente, el debate pospuesto, solo tendrá sentido si aparta a un lado lamentos y se centra en cómo abordar el imprescindible trabajo de encuentro. Imprescindible porque el sistema electoral castiga la dispersión. Anula y elimina lo ínfimo. Obliga a reunir por más diferencias de contenido o talante que existan porque nuestro sistema admite pocos matices. Lo que, por desgracia, conforma una sociedad que, en lo político, se adapta más a la identificación que a la reflexión puntillosa. Así, en unas mismas siglas caben diferencias notorias que, con frecuencia, solo se aglutinan por interés o por odio compartido al rival correspondiente. Un odio que, si hacemos caso a Giulio Andreotti –en la vida hay amigos, conocidos, adversarios, enemigos y compañeros de partido–, es menor al existente en el interior de cada casa donde, por momentos, se cavan trincheras profundas que luego, con mucho esfuerzo, toca rellenar.
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