Subyugada por la corriente, no sé si alterna o no, de la noche electoral madrileña, me enfrenté a uno de esos programas informativos maratonianos, cuyo conductor manejaba las conexiones como en un circo de tres pistas. Alrededor de la mesa se sentaban expertos en política, ... directores de publicaciones y colaboradores atentos a la señal para que intervinieran diciendo prácticamente lo mismo, pero de manera diferente. Se retransmitía el tanto por ciento del voto escrutado, serpenteaban los vaticinios, las causas, las consecuencias y los antecedentes con un frenesí que acabé creyendo que era madrileña, y que de aquellos resultados dependía mi vida. Advertí, una hora después, que me había mimetizado con el programa. Al inicio me había servido unas patatitas y un vino, para echar el atardecer en la tarea informativa, pero para cuando quise darme cuenta era un manojo de nervios y había acabado la bolsa familiar y Pablo Iglesias, más miembro de la casa de Bernarda Alba que nunca, declaraba que abandonaba la política: «En esta campaña me he convertido en un chivo expiatorio. A día de hoy, no soy una figura política que pueda contribuir a mi partido». Me pareció que también decía algo como que había que ceder el puesto a otro, pero no podría jurarlo.
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Comprendí su desasosiego. La situación se asemejaba a cuando la goleada a un club de fútbol es tan humillante que al día siguiente destituyen al técnico. Pero este hombre tiene unas cualidades representativas francamente admirables y, a pesar del ceño fruncido y los dramáticos abrazos a su equipo, no le creí. Ya tenía la mosca detrás de la oreja cuando desde su gabinete de vicepresidente del Gobierno se inmoló para salvar al país de los fascistas. Me fastidió que se precipitara, pues quizás si hubiera recibido mi carta manuscrita en la que le informaba de que el 40% de los jóvenes estaban en paro y el resto con sueldos miserables, cosa de la que al parecer no se había enterado, habría cambiado de opinión y se habría quedado a salvarlos del verdadero drama de este país. Pero no. Se montó en su caballo y se fue a luchar con Juana de Arco, una mujer que no decía más que tonterías. Ignoró el principio más sabio de todas las guerras: 'no menospreciar a tu adversario' y valorar a tus huestes.
Menos mal que Mónica García no aceptó montar a su grupa y optó por ser ella misma la amazona. Resumiendo, que ir por ir es tontería y los plumeros tarde o temprano se ven. Mas de 200.000 ciudadanos creyeron en él pero, según los mentideros, el jinete tiene la maleta preparada para ocupar su ansiado lugar en los medios de comunicación. Veremos si son mentiras, rumores o los bombones son de licor.
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