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La reciente designación de un Ministro en activo como Gobernador del Banco de España ha vuelto a suscitar el debate sobre el ejercicio de la facultad de nombrar determinados cargos, sus condiciones y sus límites. Esta vez de forma intensa, pues había cierta costumbre ... de que este nombramiento, que corresponde al Gobierno, fuera consensuado con el principal grupo de la oposición, hasta el punto de que en el acuerdo entraba que éste designara al siguiente en el escalafón, que es el Subgobernador (o Subgobernadora) de la institución. Nada de eso sucedió, ni hubo acuerdo, ni designaciones convenidas. Y no se discutía la valía del candidato, sino la apariencia de imparcialidad, viniendo, como venía, directamente del Gobierno. Porque se trata de una institución importante, con autonomía propia, que desempeña funciones de asesoramiento, evaluación, informe, etc., en relación con la marcha de la economia y con las políticas del Gobierno en esa materia. Así que merece la pena una reflexión, que podría ser particular para este caso, pero que creo más razonable situar en un contexto más general, precisamente ese que podríamos llamar «la teoría del nombramiento», porque, obviamente, hablamos de cargos designados, no de cargos elegidos.
En efecto, creo que puede hacerse una teoría del nombramiento con la que analizar la mayor o menor corrección, que es algo más que la estricta legalidad, de los nombramientos que se producen en el ámbito público, bastante distinto en este sentido del ámbito privado, aunque a menudo se confundan esos planos y se actúe en aquél con criterios de apropiación que más bien corresponderían a éste. Comencemos, pues, por establecer algunas distinciones que son fundamentales.
Lo primero de todo es que la pluralidad de cargos que se cubren por nombramiento es tan amplia, que sería imposible apuntar reglas igualmente aplicables en todos los casos. Será útil partir de alguna clasificación que ponga orden en esa tipología, agrupando los cargos por su naturaleza y por las características exigidas a quienes van a ocuparlos. Puede valer un criterio bien relevante: hay cargos fundamentalmente reglados y hay cargos fundamentalmente discrecionales. Y digo fundamentalmente porque hay muchos supuestos mixtos en que se mezcla lo reglado y lo discrecional, como fases sucesivas de un mismo procedimiento de designación. Nadie discute que los nombramientos en la Administración pública deben ser lo más reglados posible, aplicando criterios de mérito y capacidad, medidos con un baremo objetivo. Como nadie discute que en el ámbito del Gobierno prima la discrecionalidad, basada en la pura confianza. Los ejemplos son obvios: para ser nombrado juez, o profesor, o inspector fiscal, etc., hay que superar algún tipo de prueba; para ser nombrado ministro, o secretario de estado, o delegado del gobierno, etc., basta la confianza. Luego se podrá discutir hasta dónde debe llegar lo reglado y dónde debe empezar lo discrecional, como se podrán tener en cuenta las competencias del que va a ser designado con libertad, para no producir nombramientos inconvenientes aunque sean legales.
Hasta aquí hay poca discusión; podrá gustar más o menos la personalidad del promovido en un caso, o del designado en otro, pero esta es la parte clara y fácil de la teoría del nombramiento. El problema está a continuación, en una zona difusa, intermedia, que es donde están principalmente ubicados cargos que no son propiamente de Administración ni de Gobierno; en buena medida son cargos que podrían considerarse más del Estado, o de la Sociedad (así, en mayúsculas), por las funciones que cumplen, que de esos otros ámbitos administrativos o políticos. Se trata de instituciones públicas, de organismos autónomos, de representaciones en el exterior, de empresas públicas cualificadas, etc., que cumplen funciones de control, asesoramiento, estudio, gestión de servicios, u otras de carácter verdaderamente decisivo para el interés general, porque son garantía de contrapeso del poder político y el equilibrio democrático. Hasta se puede decir que la calidad democrática de un país se puede medir, entre otras cosas, por el grado de imparcialidad y prestigio de estas instancias tan decisivas.
El listado es bien conocido: sin ánimo de exhaustividad, incluye al Tribunal Constitucional, al Consejo de Estado, también al Centro de Investigaciones Sociológicas (el famoso CIS), a la Agencia EFE, a RTVE, a organismos reguladores y supervisores, como el Banco de España, a representaciones diplomáticas, empezando por las Naciones Unidas, o incluso a empresas (Correos, Paradores, Renfe, Red Eléctrica, Enagás y demás) donde el Estado tiene participación exclusiva o decisiva. La lista sería mucho más amplia, pero baste este muestrario para un somero análisis del que extraer alguna conclusión.
Por supuesto que hay de todo en la composición de esas instancias y sería absolutamente injusto generalizar sobre los criterios con que están elegidos o designados sus miembros. De muchos de ellos me consta personalmente tanto la cualificación, como la independencia de criterio. El problema está en la tendencia a la ocupación, que cada vez se ha hecho más intensa; o sea, la frecuencia de atraer al lado de la política, y más aún de la política partidaria, espacios que debieran permanecer del lado del interés general, valorado en relación con la función a cumplir. Fácilmente se puede comprobar que la adhesión ideológica, el alineamiento político, el compromiso personal, o la compensación de apoyos o favores, etc., se convierten en muchas ocasiones en mérito preferente, por encima de la cualificación o la experiencia. Se busca la lealtad incondicional para obtener sumisión donde debiera haber independencia. E incluso se llega a prescindir de algún atributo exigible, alegando que es un simple adorno elitista y corporativo, como así ha ocurrido en algún caso con la condición de «jurista de reconocido prestigio», cuya ausencia llevó a anular el nombramiento.
Añado, además: cuando se han producido nombramientos de esa especie, con la correspondiente y justificada crítica, se suele acudir al consabido argumento de que «ellos también lo hacían». Argumento que me resulta especialmente incoherente en quienes hacen continuo alarde de superioridad moral y política frente al adversario. Así que, concluyo, si clamamos con insistencia por la regeneración democrática, por mejorar la calidad de las instituciones, por hacer más presentable y más atractiva la actividad política, podríamos pensar que la capacidad de nombrar ofrece buenas oportunidades para dar ejemplo, si quisieran aplicarla quienes pueden hacerlo. No estaría de más recordar aquel viejo y sabio consejo, según el cual «la caridad bien entendida empieza por uno mismo». Porque pasa lo mismo con la regeneración democrática.
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