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Va transcurriendo esta peculiar legislatura con más dudas que certezas, por las diversas circunstancias que iremos comentando, y de pronto, el Presidente del Gobierno, seguramente con la mejor intención de infundir tranquilidad en los propios y advertencia en los ajenos, proclamó aquello de «seguiremos gobernando, ... con o sin el Parlamento». Sonó fuerte, claro que sonó fuerte. Y provocó enseguida reacciones de un lado y de otro; del lado de los aliados, porque bien podían ser los destinatarios del órdago, o porque sonaba a amenaza de que se podría prescindir de ellos; del lado de los adversarios, porque, en el fondo, expresaba debilidad, invocando un propósito de imposible cumplimiento, más allá de lo que se suponía una auto convicción ficticia.
La doctrina, primero. ¿Puede un Gobierno sobrevivir al margen del Parlamento? Esto es, sin aprobar presupuestos ni leyes; sin poder ratificar decretos-leyes, lo que les privaría de vigor; sin poner a votación cualquier otra resolución que fuera necesaria por cualquier motivo. Solo por medio de decretos y órdenes ministeriales, que llegan hasta donde pueden llegar, pero no más allá. Es evidente que no es posible. No digo que un Gobierno no pudiera aguantar así una temporada, viviendo con presupuestos prorrogados y adoptando decisiones puntuales. Pero más pronto que tarde el propio Parlamento reaccionaría utilizando los instrumentos constitucionales que tiene a su alcance para este tipo de situaciones límite, aunque es bien cierto que no puede auto disolverse antes del fin de la legislatura, pero sí puede hacer caer al Gobierno, con una moción de censura, y sustituirlo por otro, si hay mayoría suficiente a tal efecto.
La circunstancia concreta, a continuación. Resultó extraño escuchar ese mensaje precisamente al Presidente del Gobierno, que es testigo privilegiado del valor y la incidencia que puede tener la voluntad parlamentaria. Recuérdese que accedió al cargo por primera vez, no por un proceso electoral en el que hubiera resultado vencedor, sino de otro modo, perfectamente legítimo, pero distinto; por una moción de censura que es uno de los actos parlamentarios por excelencia. Tan típicamente parlamentario, que creo que es la única forma de cambiar un Gobierno sin elecciones previas, única y exclusivamente por la voluntad mayoritaria del Congreso de los Diputados. Recuérdese igualmente que, después, ha accedido a la Presidencia por dos veces consecutivas en virtud de sendas votaciones de investidura, en las que su candidatura alcanzó mayoría suficiente, de nuevo, en el Parlamento, ya que no había sido obtenida previamente en las respectivas elecciones. En 2019, como más votado, y en 2023, como segundo más votado, fue otra vez una decisión parlamentaria, fruto de los acuerdos de investidura alcanzados con otras fuerzas políticas, lo que permitió la elección. Con mucha frecuencia, y con razón, se invoca esa votación parlamentaria como fuente de legitimidad, y eso hace más extraño aún considerar como algo factible la posibilidad de gobernar prescindiendo del Parlamento. No haría falta insistir mucho más al respecto.
Así que, ni la doctrina, ni la circunstancia, podrían justificar tal pretensión. Queda, en fin, la política. Y la pregunta es bien sencilla: descartada la opción, tan incoherente como imposible, de poder gobernar sin el Parlamento, ¿qué valoración merece la marcha de la legislatura?, ¿podrá continuar en las condiciones actuales?, ¿hay alternativas?
Aceptemos como punto de partida que la imagen que a día de hoy se proyecta con más nitidez apunta a la inseguridad y a la incertidumbre en lo que se refiere a la gobernabilidad; de ningún análisis cabe deducir una previsión de suficiente estabilidad a medio plazo, aunque es sabido que en la política casi todo es posible y casi nada es descartable. Este Gobierno se formó aglutinando apoyos muy variados, no todos fiables, cediendo piezas que en otras circunstancias no se hubieran cedido, y con una vertiente negativa muy marcada (se hace esto para evitar que gobiernen otros). No son esas las mejores condiciones para iniciar el camino de una legislatura. Además, algunos acontecimientos posteriores, en gran parte relacionados con los eventos electorales que se han sucedido después, no han contribuido a aportar estabilidad, sin perjuicio de que hayan tenido efectos positivos en otro sentido (véase el caso de Cataluña).
Convendría observar con detenimiento el estado de los tres agentes en que se mueve la actividad política, que son, por este orden, los socios de gobierno, los aliados parlamentarios y los adversarios de referencia. Valga un somero análisis.
En la zona de los socios, léase Sumar, ocurren dos cosas: que, debido a sus decrecientes expectativas electorales, necesita marcar diferencias en temas sensibles y de impacto, lo que con frecuencia debilita la imagen del Gobierno, menoscaba su credibilidad y daña el proyecto común; pero, además, la salida de Podemos de esa casa común, con poca incidencia numérica, pero más relevante en el discurso, le somete a una presión añadida y a una urgencia adicional de marcar territorio. No es un buen escenario.
Lo de los aliados es aún más complicado. Todos son nacionalistas y, como tales, necesitan evidenciar ante la parroquia que sus posiciones en la política del Estado tienen rendimientos para «su nación», porque eso es lo que da sentido a sus apoyos. Pero hay más: entre esos aliados parlamentarios les hay más fiables y menos fiables, más estables y menos estables, cada uno con sus cuitas particulares, lo que lleva a que el juego de las exigencias y las concesiones, a cada momento y en cada votación, proyecte una imagen de inseguridad y de falta de límites, que reconduce todo a la categoría de lo imprevisible. Porque ocurre que estos aliados compiten entre sí en paralelo (el PNV con Bildu; Junts con ERC) y en el mismo espacio, que es más el de la identidad que el de la ideología; lo que incrementa aún más las respectivas pretensiones de aparecer en su territorio como ganadores de la pugna particular, exhibiendo más trofeos que el competidor inmediato. Mal asunto éste, especialmente negativo para una acción de Gobierno mínimamente planificada, que tiene que cometerse de continuo a la incertidumbre. Lo que viene ocurriendo con el presupuesto, tras más de un año ya de legislatura, lo dice todo.
Finalmente, el adversario, la oposición, cada vez más dada al histrionismo, con gestos y discursos exagerados, y también condicionada por un fenómeno similar de competencia fraternal, en este caso entre el PP y VOX, que necesitan marcar distancia entre sí, pero no demasiada, pensando uno en el voto útil para cuando llegue el momento, y otro en consolidar un espacio todavía inseguro. Así que ninguna posibilidad de transversalidad, de mitigar la polarización, de propiciar acuerdos de Estado. Tampoco por el lado del Gobierno; unos y otros parecen estar a gusto en su discurso confortable de confrontación y de «tú más», o «tú peor», a la espera de ganar por uno
Si el panorama que he descrito se corresponde con la realidad, ya me dirán si es posible aventurar algo sobre la duración de la legislatura. Una cosa es clara: que sin el Parlamento no hay nada que hacer; pero con este Parlamento, todavía hay que verlo.
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