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Es muy probable que, a estas alturas, todo lo que se pudiera decir de la tan peculiar moción de censura que, a instancias de Vox, se debatió hace días en el Congreso de los Diputados, esté dicho ya. Si así lo creyeran, lo tienen bien ... fácil: pasen la página y ahórrense el tiempo y el esfuerzo. Pero yo no me quedo tranquilo sin añadir una reflexión particular a la multitud de opiniones que se vertieron al respecto.
Y empiezo por lo que me pareció más pintoresco: resulta que una moción de censura perfectamente inocua desde el punto de vista de su utilidad jurídico-política, despertó un nivel de curiosidad bastante superior al de algunas mociones anteriores y al que cabía esperar a la vista de la escasa incertidumbre del resultado, lo que suele ser un factor que desincentiva el seguimiento. La razón es evidente: más allá del interés objetivo que el debate de una moción de censura pueda tener, incluido el «morbo» que despierte, lo que pasaba en este caso es que las circunstancias concurrentes habían contribuido a darle un particular carácter de espectáculo. La consigna («¡A ver qué dice el señor ese tan anciano!») corrió de un lado para otro, y cerca de un 30% de la ciudadanía siguió el debate, que no es poco, aunque supongo que ese porcentaje variaría mucho de unos momentos a otros y, además, no mide el interés ni la intención con que se desarrolló ese seguimiento. La expectación estaba más en la persona del candidato propuesto, en su aspecto, en cómo se comportaría siendo tan mayor, en si aguantaría el envite, que en el debate en sí, que en el alcance político que pudiera tener la moción, e incluso que en el discurso que pronunciaría. Esa era la clave; y esa es también la base para una reflexión a posteriori sobre el significado de lo que pasó.
Para calibrar la especialidad de una determinada moción de censura, ya cada una es distinta a las demás, no hay nada mejor que establecer una tipología de dicho instrumento. Porque las hay de todos los colores: hay mociones de censura que se presentan pensando que se pueden ganar y otras que se presentan sabiendo que se van a perder; las hay incluso que se presentan para perderlas numéricamente, pero confiando en que, si la moción está bien encajada, dará rédito político. En nuestra historia democrática reciente, y tomando en consideración únicamente las mociones presentadas en el parlamento nacional, hay de todo eso: algunas se perdieron en todas sus dimensiones; otras se perdieron en la votación, pero se ganaron en la opinión; y hasta hubo una que se ganó también en ajustada votación.
¿Qué ha sido de ésta? Además de esa tipología que acabo de describir, hay otra mucho más elemental: hay mociones que se toman en serio, con independencia del resultado que tengan, y otras que no, que de antemano no tienen credibilidad. Todo depende de que estén presentes los requisitos que hacen factible una moción de censura de antemano, se gane o se pierda. Esta de Vox creo que no cumplía esas condiciones y, por eso, no fue tomada en serio; pudo valer como espectáculo, pero no como instrumento político al que se pretende atribuir alguna efectividad.
Esos requisitos, o condiciones de seriedad para que la moción sea creíble, vendrían a ser los tres siguientes: debe estar fundada, debe ser oportuna, debe resultar verosímil. Que esté fundada quiere decir que invoque razones sólidas y suficientes para la censura, así como una alternativa de gobierno consistente; que sea oportuna quiere decir que el momento en que se presenta sea el adecuado, en relación con los motivos que le sirven de base; que sea verosímil quiere decir que se perciba con claridad que la moción tiene un objetivo político definido. Veamos: en la moción de marras no se percibió un discurso crítico de entidad, que justificara un cambio de gobierno; entre el anuncio, a finales del pasado año y en el contexto de aquellas reformas penales ciertamente complicadas, y la presentación y debate, habían pasado varios meses, con evidente menoscabo de la oportunidad; la puesta en escena, la forma en que fue presentada, la propuesta de candidato que contenía, etc., no contribuían lo más mínimo a proporcionar verosimilitud. En fin, y salvo mejor criterio, la moción carecía de esos requisitos que dan sustancia política a una iniciativa de ese calado; o no les tenía, o le había perdido por el camino, si es que alguna vez les tuvo.
Queda, pues, por preguntarse si, analizadas las circunstancias, tuvo alguna utilidad. Y sí, creo que la tuvo; más aún, creo que la tuvo para todos los demás, o para casi todos, en mucha mayor medida que para los proponentes. A todos se les ofreció una oportunidad de aprovecharla en su propio interés, teniendo en cuenta el momento político, ya tan decididamente preelectoral en que nos encontramos. El presidente del Gobierno pudo explayarse con un amplio discurso de logros, principalmente en lo económico, no muy distinto del que hubiera servido para abrir y sustentar una campaña electoral; la vicepresidenta segunda aprovechó la circunstancia para presentarse en sociedad, anticipando con mayor repercusión una labor tan largamente esperada; el Partido Popular, destinatario indirecto de la moción, salió más indemne de lo esperado, pues todo lo que contribuyera a la falta de veracidad de la moción ayudaba a avalar su abstención. Todos pudieron, en fin, ensayar su estrategia para el próximo futuro, comprobando in situ las ventajas y los inconvenientes. Porque para todos hay de lo uno y de lo otro: para el PSOE porque no puede excederse en hacer muy evidente la dependencia de lo que ocurra a su izquierda, no sea que desplace voto propio hacia allá; para el PP porque tampoco puede excederse en invocar el voto útil, y más aún si ya se le facilita esa tarea desde otros ámbitos, insistiendo demasiado en su connivencia con Vox, como parece que ocurrió en las regionales andaluzas, con evidente beneficio.
Pues dicho queda. Que la moción de censura es una cosa seria, y que trivializarla no suele tener buenas consecuencias para quien lo hace, porque puede ocurrir que la terminan aprovechando todos, menos el que la presentó.
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