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O curre con cierta frecuencia que asuntos con mucha enjundia saltan a la luz a propósito de un caso concreto protagonizado por una persona conocida; enseguida se toma posición en un sentido o en otro, en los medios de comunicación, en las tertulias, en las ... redes sociales, generalmente en clave de radicalidad favorable o contraria y, a partir de ahí, se hace difícil encontrar un espacio donde quepa el matiz, la duda, la excepción, o el límite; esto es, todo lo que no sea el alineamiento estricto con las posiciones dominantes en el debate público.
Algo de esto me parece que ha podido ocurrir en el célebre caso de esa famosa señora que encargó en una clínica norteamericana una gestación remunerada para complacer la voluntad de su hijo fallecido y anunció el parto con un reportaje en una revista de gran tirada. Y es muy probable que el conjunto de circunstancias concurrentes haya contribuido a polarizar las posiciones, con un efecto simplificador, en un sentido o en otro, de un tema que es verdaderamente complejo. Porque, en efecto, el asunto de lo que popularmente se ha vulgarizado como los 'vientres de alquiler' tiene, a mi entender, una notable complejidad. Se mezclan en él perspectivas y juicios de valor morales, jurídicos, políticos, sociológicos, antropológicos, e incluso algunos más, aunque algunas veces parezca que todo se reduce a un asunto de disponibilidad económica.
Hay un punto de partida que parece poco discutible, porque está relacionado con elementales principios de respeto a la dignidad humana: la gestación entendida como prestación contratada y remunerada repugna por lo que significa y por lo que implica. Es obvio que hacer de la gestación un objeto de negocio termina teniendo efectos degradantes, que recaen sobre todo en gestantes de condición humilde, con evidente riesgo de profesionalización en la tarea de sobrellevar por necesidad embarazos en interés ajeno.
Si a esta dimensión de explotación de la capacidad reproductora de mujeres gestantes se une el hecho de que el óvulo, el esperma, los gametos o los preembriones que se les han de inocular a tal fin han sido también adquiridos a buen precio en bancos y almacenes convertidos en 'mercado de la reproducción', tal práctica, tan cerca ya del comercio con seres humanos, se hace aún más repugnante.
La cuestión está en que hay otros supuestos en los que no concurren esas características, sino más bien las contrarias. Estos son los que ofrecen dudas, porque plantean directamente un problema de límites a la prohibición o, en sentido contrario, de tolerancia condicionada. Pensemos en el caso de una mujer con legítimo e intenso deseo de ejercer la maternidad, y con imposibilidad definitiva e irreversible de hacerlo por vías naturales, como lo es la gestación, o por las otras vías alternativas que están legalmente reconocidas y autorizadas (léase, la inseminación artificial, la fecundación 'in vitro', o la transferencia intratubárica de gametos, que son las tres previstas en la Ley española de técnicas de reproducción asistida, aprobada en 2006). Pensemos luego que una persona cercana, incluso de la propia familia, se ofrece a gestar de manera totalmente altruista, impulsada solamente por el afecto, la comprensión, o la compasión. ¿Debería caer este supuesto, o algún otro similar, bajo la prohibición? Desde luego, es para dudarlo.
La citada Ley española no es muy precisa, que digamos, al respecto. Se limita a decir que el contrato por el que se convenga la gestación, con o sin precio, a cargo de una mujer que renuncia a la filiación materna a favor del contratante o de un tercero, es nulo de pleno derecho. Sólo contempla el supuesto en que la gestación constituye una prestación contractual, aunque no esté retribuida, y lo hace para concluir que no hay en esos casos obligación exigible, que sería la de entregar la criatura a la otra parte del contrato, ya que este no es válido. Nada dice de esos supuestos en que no hay propiamente relación contractual sino ofrecimiento unilateral altruista. Y llama la atención que la Ley española añada a continuación dos reglas que parecen prevenir de los efectos de una gestación subrogada, que se ha realizado a pesar de la nulidad: por un lado, que la filiación de los hijos nacidos por gestación de sustitución es determinada por el parto, lo que quiere decir que la gestante que da a luz puede volverse atrás y no entregar al recién nacido; por otro lado, que la acción de reclamación de la paternidad respecto del padre biológico queda a salvo en todo caso.
Ambas reglas están pensadas para esas gestaciones por contrato radicalmente nulo; curiosa circunstancia esta. Claro que habría problemas jurídicos a resolver en caso de admisión de esos supuestos indicados: por ejemplo, qué ocurriría si la gestante voluntaria decide interrumpir el embarazo en forma legal; ¿podría hacerlo si la 'madre no gestante' se opone? Seguramente podría, especialmente en caso de riesgo grave para su propia vida. O si, llegado el parto, se arrepiente y decide asumir la maternidad para sí; aquí no hay duda de que podría, aunque cabría plantearse si debería compensar algún daño moral a la madre frustrada. O, en fin, las implicaciones de patria potestad, de relaciones paternofiliales, hereditarias o sucesorias, de derechos y deberes intrafamiliares, etcétera, que podrían derivar. Todo ello, y mucho más, necesitaría aclaración. Ahí tenemos, entre otras, la Ley portuguesa, que admite la posibilidad de la gestación subrogada y gratuita en casos excepcionales de imposibilidad definitiva de gestar (por ausencia de útero y alguna otra causa) y que tuvo que modificarse para aceptar el arrepentimiento de la madre gestante, que puede retener la criatura una vez llegado el parto, si así lo decide en el plazo de 20 días, porque sólo así la Ley pasó el filtro del Tribunal Constitucional.
Concluyo, pues, que convendría mirar un poco por encima del caso de la famosa señora, lleno de trucos y de afectación, porque el tema de fondo lo merece. Pero con rigor y con seria reflexión; no excitando la sensiblería para vender una exclusiva.
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