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Viene siendo una costumbre reiterada que, en estas que preceden o siguen al 6 de diciembre, fecha del aniversario del referéndum de su aprobación que tuvo lugar en 1978, proliferen las reflexiones de todo tipo sobre nuestra Carta Magna. Este año son ya 45 ... los que tiene de vigencia, tiempo suficiente, y sin parangón entre nosotros, para que se hayan sucedido todo tipo de análisis y opiniones sobre todos los aspectos que la caracterizan. En efecto, su génesis, las circunstancias que concurrían cuando se elaboró y aprobó, su contenido, las transacciones que permitieron alcanzar un consenso básico que la hiciera viable, sus virtudes y sus carencias, su desarrollo y su aplicación, todo ha sido objeto de debate, con desigual carga polémica, a lo largo de este tiempo.
Y es perfectamente lógico que sea así. Bastaría un simple repaso, como tantas veces se ha hecho, a los acontecimientos y transformaciones que se han producido en esos 45 años, o a la inevitable comparación entre lo que era, y cómo era entonces, nuestro país y lo que es, y cómo es ahora, para caer en la cuenta de que los cambios han sido tan profundos que hasta es posible que aún nos falte perspectiva suficiente para percibirlos en toda su magnitud. Dicho más directamente, todos los ciudadanos que cuentan con menos de 45 años han nacido ya en la España constitucional y todos los que en aquellos años andaban por los 20 están ahora, ya con 65, en trance de jubilación. De manera que son prácticamente dos generaciones, si hacemos un corte entre el 78 y el 2000, y otro entre el 2000 y el 2023, las que han crecido sin disponer de la experiencia directa de lo que supuso en términos históricos aquel momento irrepetible del paso de una dictadura a una democracia de la forma razonablemente tranquila en que se hizo. Deberíamos, pues, aceptar con naturalidad que muchos de los que tienen hoy la edad que nosotros teníamos cuando votamos en aquel referéndum (¡sin ir más lejos yo tenía 27!) tengan otra percepción, y hasta otra valoración, de lo sucedido, y juzguen insuficientes o superadas cuestiones que nosotros seguimos considerando fundamentales e inamovibles, precisamente porque tuvimos la oportunidad de conocer de primera mano lo que significaban.
También está en nuestra mano, y hasta cierto punto es todavía nuestra obligación generacional, explicar correctamente de donde veníamos, qué había pasado en nuestra historia, en la más próxima y en la más remota, cuáles eran nuestras aspiraciones colectivas, qué hicimos para que fueran viables, qué era razonable y útil hacer para alcanzar objetivos, qué era conveniente y oportuno dejar de hacer para eludir riesgos. Porque todo eso formó parte del contexto en que se configuró aquel pacto constitucional que, hasta ahora, durante 45 años, ha servido para la convivencia y el desarrollo como nunca antes ocurrió en nuestra historia durante los últimos siglos. Siendo muchas las sombras, que las hubo, y las carencias, que las hay y de gran calado, no se podrá negar que han sido tiempos de estabilidad democrática, en los que fue posible la alternancia, la gobernabilidad, la contraposición y el acuerdo. Y eso es lo que deberíamos poner también en valor, aunque solo sea porque nos gustaría que formara parte principal de nuestro legado a las siguientes generaciones, con todas las correcciones y actualizaciones que sea necesario hacer para que los grandes valores, que eran entonces los mismos que ahora (la igualdad, la libertad, la paz, la justicia y la solidaridad), se sigan abriendo paso.
Sentado ese principio, si hacemos un breve recorrido retrospectivo de la evolución del debate constitucional, seguramente se percibirá que hubo una primera fase de entusiasmo sociológico y político, en la que bastaba con tener una Constitución en vigor, pensando que todo lo demás iría viniendo por añadidura y por sí mismo. Aquella ingenuidad originaria dio paso a una segunda etapa en la que ya se fué percibiendo que la Constitución no hacía milagros; ofrecía un marco inmejorable para optar y decidir, pero no resolvía los problemas sin más. Hacía falta desarrollarla, con leyes y con medidas concretas, como se hizo en una gran medida. Se pasó de ahí a un intensa proliferación de propuestas de reforma, de muy variado asigno y alcance; en cada proceso electoral, en cada aniversario del 6 de diciembre se difundía múltiples ideas para la mejora de la calidad democrática, para avanzar en nuevos derechos, para establecer reglas con que abordar nuevos fenómenos. Y era fácil percibir que el tiempo transcurrido desde 1978 y los cambios producidos, proporcionaban legitimidad a muchas de las pretensiones de adecuación y modificación constitucional.
¿Seguimos ahí?, ¿se atisba alguna tendencia reconocible, alguna orientación destacada, algún indicio de interés general en el devenir de esa evolución?, ¿hay propuestas actuales de desarrollo o de reforma en positivo? Sinceramente, no se percibe en el ambiente material apreciable de esa naturaleza. Se percibe más bien preocupación y algo de pesadumbre. Como si lo prioritario ahora, más que desarrollar o reformar la Constitución, fuera recuperarla, volver a poner en vigor su espíritu acogedor, preservarla y rescatarla del clima de polarización en que nos movemos, empeñados con radical intransigencia en levantar muros y cavar trincheras para dividirnos entre buenos y malos, amigos y enemigos, con cualquier motivo, sean las ideas, las creencias, las costumbres, el origen o el color. Si es así, no deja de resultar deprimente que, habiendo avanzado en tantos y tan variados aspectos, que fácilmente se aprecian volviendo la vista atrás con mirada limpia de prejuicios, estuviéramos retrocediendo precisamente en los grandes valores colectivos que hicieron posible superar el enfrentamiento del pasado con voluntad de reconciliación para un futuro de convivencia y respeto.
Esos valores no son otros que la concordia y la tolerancia, auténticas virtudes cívicas que permiten a una sociedad hacer compatible la defensa de las diversas ideas, plurales y legítimas, con la posibilidad real de un diálogo constructivo entre posiciones distintas y en un marco democrático. Esa fue, en nuestro caso concreto, la función atribuida a la Constitución de 1978, razonablemente bien cumplida, sin perjuicio de altibajos. Ese debería seguir siendo el objetivo compartido, también en el presente.
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