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Seguro que me creen si les digo que tenía en esta ocasión prevista, e incluso ya casi escrita, una reflexión sobre el resultado de las elecciones vascas, con el correspondiente análisis de causas, efectos y circunstancias que han concurrido en ellas. Era lo que tocaba. ... Pero la carta que el presidente del Gobierno ha dirigido a la opinión pública, abriendo con ella un periodo de reflexión de cinco días y apuntando posibles decisiones trascendentales para el país, ha tomado ventaja en actualidad e interés y se ha convertido en lógica prioridad. Así que, volviendo sobre mis pasos, cambio el tercio y me aventuro en consideraciones que, tal vez a corto plazo, tras esa comparecencia que se anuncia exactamente para el 29 de abril, tengan sentido, o dejen de tenerlo.
Leída y releída, la carta tiene ciertamente muchos matices. Tras una dimensión predominante de lamento personal, va desplegando valoraciones morales y políticas de considerable alcance; y es esa mezcla de planos lo que proporciona un especial significado a la carta. Convendrá, pues, distinguir ese doble aspecto de lo personal y lo político, aunque todos los que hemos desarrollado alguna actividad pública en cualquier ámbito sabemos de sobra que tal distinción no siempre es fácil, ni siquiera posible.
Parto de esta base: la manifestación pública de sentimientos personales, a los que debe concederse una presunción de sinceridad, es siempre respetable, incluso con independencia de la opinión que se tenga de la persona en cuestión. No es habitual que, quien ostenta una alta posición institucional, haga tan explícita su incomodidad, ni su percepción de víctima indirecta de los ataques a personas de su más inmediato entorno. Pero una de las cosas que afirma («Muchas veces se nos olvida que tras los políticos hay personas») es rigurosamente cierta. Así que, en este aspecto, merece crédito el desahogo. Quienes apuntan a una segunda intención en la carta, o a una voluntad oculta de obtener rentabilidad política ganando apoyos con la iniciativa, deberían pensarlo dos veces. A fecha fija va a saberse, o a deducirse de las evidencias, y, de haber algo de eso, el principal perjudicado sería el propio presidente. Lo mismo que si, finalmente, se apreciara sobreactuación, o alguna relación con las elecciones catalanas, por el hecho de que el órdago haya venido a coincidir con el comienzo de la campaña electoral. No creo, pues, que haya otros móviles capaces de desmerecer el significado personal de esta confesión pública que ha producido tan elevada inquietud por la incertidumbre que causa. El envite es demasiado fuerte para pensar que no va en serio.
Asunto distinto es la consideración que quepa hacer desde el punto de vista institucional y político. La carta no la firma un cargo público cualquiera; la firma el presidente del Gobierno, que se manifiesta en términos verdaderamente inéditos, no para anunciar ninguna decisión, sino un plazo de reflexión de cinco días tras el que se anunciará una determinada decisión. El precedente que a muchos se nos habrá venido a la memoria es el de Adolfo Suárez, anunciando una dimisión sobre la que aún permanecen incógnitas debido a su cercanía temporal con el lamentable episodio del 23-F. Obviamente, no es el caso. Anunciar una reflexión sobre «si merece la pena», con clara insinuación de que se trata de la continuidad o no en el cargo, anticipa un dilema complicado: si la decisión final es continuar, se extenderá la tesis de que había algo de ficción en la puesta en escena; si es la de no continuar, se abrirá un debate justificado sobre la proporcionalidad y la responsabilidad, entre otras cosas porque podrá entenderse que los «agresores» han conseguido su objetivo precisamente con las malas artes que se denuncian, e incluso insinuando que algo habría en las denuncias.
Así que, teniendo claro que el alegato personal y su expresión pública son perfectamente respetables, no lo tengo tanto de que haya sido un acierto poner en juego la Presidencia del Gobierno con esta modalidad de intriga e incertidumbre durante cinco días. Sea cual sea la decisión final, incluso si se ponen en juego otras opciones (la cuestión de confianza, la convocatoria electoral en cuanto sea posible, etc.), se abrirán espacios de confusión interpretativa nada convenientes para el tenso ambiente político que nos invade. Una dosis añadida de crispación y otra de inestabilidad: mala mezcla.
Hay luego en la carta dos líneas de reflexión ciertamente preocupantes, la que atañe a la denuncia contra la esposa del presidente, admitida a trámite por un juez, y la que atañe a la estrategia de deslegitimación del Gobierno de coalición llevada a cabo por la oposición. Algún comentario merecen.
La reacción jurídica contra denuncias que se consideran falsas puede y debe hacerse en términos legales y hasta las últimas consecuencias con los instrumentos que el Derecho dispone: medios de defensa y de contrataque, recurriendo las decisiones incorrectas, poniendo en evidencia la falsedad, presentando querellas por difamación, injurias o calumnias. Yo no termino de creerme que, por alineado que pueda estar ideológicamente un juez, o un tribunal colegiado ante el que se pueda recurrir, vayan a seguir adelante con una acusación basada en falsedades o en infundios. Por eso me parece desproporcionado poner en juego la Presidencia del Gobierno frente a esa situación, por más que considere comprensible la reacción personal contra los intentos de implicar judicialmente al entorno familiar.
La estrategia continuada de deslegitimación del Gobierno es rechazable y quien la utiliza asume, sin duda, el riesgo del plus de agresividad que genera. Un Gobierno, cualquier Gobierno, es legítimo si ha obtenido la confianza mayoritaria del Parlamento a través de la votación de investidura de su presidente. Ese es precisamente el límite de la crítica política, que puede ser todo lo intensa que proceda cuando haya razones para ello. Por eso, en el relato que contiene la carta, también echo de menos algo de autocrítica en cuanto a las causas de la tensión ambiental que se atribuyen en exclusiva a la oposición. Legítimo es buscar y obtener los votos necesarios para una investidura; pero si los alcanzas, sin ser el partido más votado, sumando apoyos que de antemano habías considerado poco aceptables, concediendo exigencias que habías considerado imposibles, y no por inconvenientes, sino por inconstitucionales, tal vez debes entender que eso no va a contribuir al sosiego de la actividad política. Algo menos de alarde en invocar unos objetivos de convivencia que no se habían alegado previamente, y algo más de humildad al explicarlo, no hubieran venido mal para iniciar el camino de una legislatura que se sabía complicada.
Ojalá, pues, que este inusual periodo de reflexión fuera aprovechado, no solo por el presidente del Gobierno para pergeñar un mensaje de tranquilidad, también por todas las fuerzas políticas, los medios de comunicación, las redes sociales, las instituciones y poderes del Estado, y la sociedad en su conjunto, para reorientar en positivo el rumbo de la política española. Sería un buen motivo para considerar que la carta tuvo sentido.
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