Hay que volver a Antonio Machado de vez en cuando. Volver al humilde profesor en Castilla, y antes a esa Sevilla suya, también Castilla, que empezaba en los limoneros de la Duquesa de Alba donde los huertos claros le reían. Yo soy más Manuel por ... lo de torero, pero me llega más Antonio. Y en ambos han corrido tópicos que algo de verdad esconden. En el libro que escribió el maestro Carlos Aganzo están sus ciudades, su vida. Que lo del torpe aliño indumentario era verdad hasta en las cárcavas más hondas de Don Antonio. Están las moscas, la guitarra del mesón, la clase donde se estudia melancolía y la tristeza de España, que es un país de cojonadas y pocas lágrimas. Lo cantan los papeles.
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Yo he sentido esa primavera soriana, leve, como el sueño de un bendito. Y lo he acompañado a ver a Guiomar desde la Estación del Norte de Madrid al hotelito de Rosales para que la interfecta le diera un qué sé yo, un requiebro desde alguna ventana. Machado no es lírico porque quiera, sino porque en su mentalidad la idealización y el fracaso iban por la vía del mismo tren, siempre el tren. Ya no hay monjas 'treneras', sino 'instagramers' que no saben la diferencia del llano al alcor, de la charca al humedal, del pinar al «sitio de conciertos».
Ahora, que los pocos olmos no mueren por el rayo sino por combustión espontánea, pienso mucho en Manuel Machado. Lo leo y lo releo. Y mamá me apaga la luz con el libro en el pecho. Dormido y pensando en un mañana vacío y por ventura pasajero. Hay que acunarse en la poesía como en una trinchera. Leamos a Machado y veamos que un Dios civil nos vino a ver. Y a escribir.
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