Hay veces que es mejor experimentar en cabeza ajena. Hay veces que el aburrimiento navideño puede cambiar la forma de ver el mundo. Ocurrió que me fui al cervantino pueblo de mi madre, orilla lejana del Mediterráneo, y renové la suscripción a una plataforma de ... pago. O sea, que vi de un tirón la serie sobre Dabiz Muñoz, un tipo con cresta y mirada candorosa que no me decía nada aunque nos cruzáramos muchas mañanas, corriendo, en la Casa de Campo de Madrid.

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Uno quiso ser chef, o tener una tabernilla, cuando después de los cursos de doctorado el mundo académico era un limón agrio, y en ningún departamento de ninguna universidad remota nos devolvían los correos. Por eso, me gasté parte de la herencia de mi padre en útiles de cocina que me reconciliaron con aquel lejano trabajo de pinche de pizzería. Quiero decir que algo de gastrónomo pobre corre por mis venas y por eso detesto las vitrocerámicas y soy amigo intermitente del fuego.

Muñoz es un creador, aunque nos pesen él y Pedroche con su lactancia indumentaria. No va ir Netflix a seguir las andanzas de un poeta atormentado por las parameras de Soria, pero sí los tormentos creativos de este chaval. Se siente empatía cuando la consulta de la psicóloga se abre, cuando Dabiz suspira. Cuando el despertador reduce las noches a suspiro. Creó un monstruo, y el monstruo lo anda devorando. Algo que nos pasa, sin documental que medie, a todo cotizante en la cuesta de enero. Si Lorca nunca llegó a Córdoba, no llegaré yo a los chiringuitos de Muñoz, aunque nos una ese hilo invisible y fraternal del tormento propio. De los fantasmas creados.

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