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Dicen que los años de catástrofe hay una justicia poética que restaña, de alguna manera, las heridas. La tromba que vistió los naranjales y la huerta de lodo y muerte. Por eso yo, saltándome mis propias leyes, he comprado lotería. Un décimo, como en ' ... Luces de bohemia'. No creo en la suerte, pero no puedo aislarme aún más de esas pocas ilusiones que nos quedan. No veré el Sorteo, ni al paisanaje de los cuatro puntos cardinales que se presenta frente a las bolas como si en el escenario se estuviera representando 'La verbena de la Paloma'. La ludopatía, con Navidades, Niños, quinielas, casinos y caballos es de los únicos vicios de los que Dios me ha alejado. Tengo el solo décimo custodiado al lado del Orfidal, en la mesilla de noche, como si ahí estuviera un relicario de lo que soy cuando se enfría diciembre. En la Lotería de Navidad quizá se encierren los amarres últimos de la España sentimental. Es una de las últimas acciones en que el ciudadano puede sentirse libre e igual a otro en Celtiberia.
En los bingos dan de comer y dos cartones, en los ciegos rasco por no esperar el bombo y la noche. Pero en estos días no queda otra que sí, que guardar el décimo, saber que se tiene. Mirarlo en los amaneceres tristes y pensar en el azar y esas carambolas. Quisiera regalarle a mi sobrinilla un bautizo como los que mandan los cánones, regalarme una nueva bicicleta y algunos días de sol en mi playa natal. Con poco me conformo. Sé que no me tocará, y que seguirán los pájaros cantando. El azar y las probabilidades los dejo para el tiro al plato o para Tezanos, que los convierte en plastilina.
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