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Mi sueño primero era ser banderillero, que diría el Machado 'golfante'. Y mi segundo, ser motero. Y sin embargo, ahora, la vida me pide dar clases de monotonía, en estos días de lluvia y nevisca, como el otro Machado, el 'responsable'. Pero lo de motero, ... ay. Qué vida. Kilómetros, paisajes, la muerte siempre presente en una bengala o una flor que recuerda a los idos, aunque la parca, siempre, queda compensada por el horizonte, por el paisaje cambiante del amarillo al verde, del verde al aguamarina. El ciclo indefectible de ser y estar.
Es lo más cercano «a galopar, a galopar», que decía el otro. Algún día, cuando me cambie el gesto y el parecer, quiero una moto como la de Chapu, y cabalgar por los Torozos, y recorrer Celtiberia así. Por eso las crónicas de Pingüinos me generan una envidia sana. Lo más parecido es echar el bofe en La Covatilla, pero no es lo mismo. Es la libertad, la forma más sublime de libertad la del hombre en su moto. El bache al riñon, las pegatinas, la camaradería y ese ir deseando que llegue el viernes para tirar a Comillas o Mazarrón.
Yo fui de Vespino allá por la infancia del Sur, y me recuerdo colocarme como James Dean en la puerta de mi musa que, hoy por hoy, es la misma desde entonces. La vida, sin embargo, me encierra en las cuatro esquinas cotidianas, con problemas que no serían tanto dándole gas a la 'burra'. Y la espinita de la moto, de customizarme la existencia a dos ruedas y aprovechar mi barba poblada e irlandesa, queda ahí, en el zurrón de los deseos que nunca cumpliré.
Luego están otros como Puigdemont, que son más de maletero, ordeno y mando.
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