Se abrieron las piscinas. Sin distancias ni reglas pandémicas. Una maravilla de no hace tanto que hay que valorar. Habrá hijos de la pandemia que reciban su bautismo de cloro en estos días, y, a ellos, sus mayores, cuando toque, recordarán lo sufrido cuando nadar ... era una quimera. Mi historia es historia de piscinas y piscinazos, de piletas y de ríos calmos y ríos pedregosos a dónde hemos ido en busca del chapuzón

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Una piscina pública es el mayor ejemplo de la democracia. El sol cayendo, una partida de cartas alrededor; unas gafas de aviador. Todo eso lo da la piscina. Únase el socorrista palmeándose el pecho por lo bien que lo ha hecho, bronceándose conforme el sol llega a su cénit y cae. Luego el filósofo, el que hace abluciones para relajar pulsaciones y nada como Mark Spitz de cintura para arriba. Fibroso y pensante.

Abren las piscinas municipales, donde se ve al amigo y se escaquea todo cristiano de que el vecino de los fríos lo vea en paños menores. Ojalá los ayuntamientos de esta extensión de África que es nuestro país invirtiesen más en piscinas públicas. No son el refrigerio del pobre, esos tiempos han pasado, pero sí la plaza mayor acuática donde encontrarse bajo la solana. El precio duele o no, pero es lo de menos. Aunque en el ticket no se incluya, poder seguir en el verano tranquilamente hablando, y nadando, es señal de muchas cosas buenas. Buceando el cuerpo está a lo que está y se olvida del politiqueo.

Hay que ir a las piscinas a olvidar comunalmente el invierno. La tarde aburrida, en la piscina, pasa audaz. Benditas piscinas públicas que sacan lo mejor de uno. Lo mejor de todos.

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