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Hay algo que se llama pena de telediario. De los canales informativos en bucle, cuando el teatro del mundo es el que es y no hay más remedio que el hacerse de cemento para que uno no se sienta abordado por el siglo, que va ... tendiendo a laberinto del mal. Vamos arrastrando dos guerras mundiales en directo, y, al menos informado, le da un aldabonazo de conciencia. Toda guerra es un río en el que no me bañaré, un presunto Nobel que no lo será, y tragedias más masivas.
Llega uno, pese a su trabajo, al colapso nervioso por sobreinformación. Me he ido de 'X' (antes Twitter) porque mi mente ha dicho basta y no por las razones dictatoriales de Maduro. Asesinos de Hamás, Putin, un tiroteo no sé dónde y un incendio en mis montes más queridos van en el cansino pensar que llevo. Daría risa lo de Puigdemont si no fuese reflejo, fiel reflejo, de dónde estamos y a dónde vamos.
No hay más remedio que sentarse, recobrar el aliento, ponerse la película más tonta que no haya visto Puigdemont y soñar con tiempos mejores. Como cuando volvió la libertad civil tras la pandemia; cuando aquel libro nos salvó de estar viendo bobadas en el teléfono.
Yo pienso en mis dos clásicos para evadirme de este presente cruel y vergonzoso a la par: un oso por Brañosera y un lobo que, de verdad, y lo reitero, me crucé por la sierra de la Demanda. Sé que usted siente y parece lo que ve, que hace lo que está en su mano por el deseo de un mundo mejor. Vivir este presente requiere inteligencia emocional, esperar que refresque y salir al monte. Nos va faltando el mínimo bienestar de coronar un alcor, en familia. De desconectar. De algo de egoísmo.
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