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Hay imágenes de la infancia que no se borran, por mucho que la muerte aceche. Por mucho que el tiempo, la rutina y las traiciones dejen el espíritu con un tacto como a cuero. Recuerdo como si fuera ayer aquella columna de Manolo Alcántara intitulada ' ... Bombas en mi pueblo'. Texto en el que el maestro reflexionaba, a la ciudad y al mundo, de que la tragedia etarra rozó su pueblo sureño. Y es que era verano, como en Tudela. Y recordaba Manolo Alcántara que en su Rincón de la Victoria, como en Tudela de Duero, nadie entendía ni la maldad, ni cómo las cuatro esquinas cotidianas, todo paz, se poblaban de sirenas, de metralletas, rompiendo esa monotonía que siempre trae el verano. Dicen que la yihadista de Tudela llegó a un proceso de autoconvencimiento del radicalismo, que es otra de las cosas derivadas de la falta de expectativas o del aburrimiento, que son los males endémicos del tiempo presente. Algo que iremos sabiendo.
En realidad entre ambos sucesos, cuando esto escribo, no hay más que una conexión, que es la personal de una memoria de niño crecido entre dos terrorismos, a dos calles de donde detuvieron a un sanguinario etarra y una célula de Al Qaeda. Fue en fechas disímiles y en el mismo barrio, casi el mismo bloque. El mal no cesa, y hay que estar pendiente. Que detrás del palomar, bajo el cielo bajo (sic), puede aparecer lo peor del Hombre. De forma inesperada, las sombras llegan en verano, y parece que en la quietud el espanto brilla más, afecta más y se perfila mejor. Quizá nos falte capacidad de respuesta o concedamos demasiado al relativismo con la canícula.
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