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Europa son las trescientas veces que salté a Francia por la muga de Vera de Bidasoa por el Col d'Ibardin. Europa es un sueño aún vivo en el que pareciera que el sur, tan industrioso como el que más, solo da quebraderos de cabeza ... al norte, tan ceñudo. Europa les ha quitado complejos a nuestro jóvenes, y del landismo hemos pasado, digamos que con las holandesas, a un inglés fluido, a un esperanto que va trayendo modernidad.
A Europa, con sus cosas y sus burócratas, hay que tenerla como el último asidero. Sé que es un galimatías en sí, pero, de momento, la Unión no se mata por una raya o un cuarterón de sangre de ADN distinto, que es lo que Putin anhela con los colmillos babeantes de sangre.
A Europa hay que quererla con la frialdad de las aguas de Irlanda. Pero quererla en fin. Europa también equivale a tardecitas de surf en el Algarve o las aceitunas mitológicas en una playa de Grecia donde conversamos con los héroes, los pensadores y con nuestra propia esencia. O a los plenos Alpes italianos, bajo la ventisca y la bella piedra. O quizás a la piedra histórica de Malta, donde fuimos a aprender y solo salimos del resort a compadrear con medio continente y a ver unos cuantos templos bajo la canícula. O a aquel día que me dieron unos dominicanos trabajo en Bruselas, como pinche y showman, nada más llegar.
Nadie lleva en el coche, donde las medallas del Pilar y del Rocío, un colgante de Europa. Y Europa es lo menos malo que tenemos en el horizonte más inmediato. Hoy se vota Europa.
Alegría y repique de campanas. Hay que alegrar las caras; misa, voto y día de esparcimiento.
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