Hace un año, más o menos, anduve por Lisboa. Abriendo la cara al Atlántico bronco, frío, azul. Fui porque, pese al relente nocturno algunas noches, moralmente, me sentía en España en una sartén. Puede llover, no lo dudo, pero la sensación de piel quemada sube ... de los pies a los brazos. Y ya no hay hielo que quite esto. Le hemos doblado la apuesta a la primavera, y nos ha respondido de aquella manera. Lo verde se lo va comiendo este llegar junio, y el ciclo de la vida se ve mejor en esta cárcel de soledad, donde no hay envidia que me encierre. Hablo con mi perro Lupo, de porcelana él, y no me da más razones que la de una vida que no será. El perro es una metáfora, y quién 'que no es' metáfora, que diría el poeta.
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El perro me mira, yo lo miro, hay una ristra como de canales encendidos donde a una bomba le sigue una mamandurria televisiva. Abajo del mapa, mi madre ya ha vendido mi biblioteca materna (sic) y mía, como pena por mis pecados, y voy llorando por las calles platerescas. La memoria me ha servido, en mi caso, para que retales de esos libros queden en las partes blandas del alma. Mis libros han pasado el COVID, nadie los ha amnistiado, y ahora ya no serán míos. Como Paula A. Como el país.
Vivir es una casualidad de pérdidas, y conviene llevar muletas de amor, muletas, que nos amparen. En el ejercicio del vivir, la ganancia te enseña sus fotos de boda, ya con las esquinas romas, sin querer. El país anda torrando al ciudadano, aunque al gran Joaquín Díaz se le ha reconocido en el callejero lo que lleva reconocido en la memoria. Detalles que evidencian que no estamos muertos.
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