Qué memoria más feliz de aquellos días en el norte de Palencia reportajeando sin reportajear. Qué delicia seguir los pasos del oso de Brañosera bajo un sol del membrillo que le daba a aquellas florestas un aire de edén, que lo es.

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El país estaba ... entre los barracones del Piolín en Barcelona y los aplausos a los policías que llevaban la Constitución allí a donde se iba a violar en esas urnas que, más bien, tendían a papeleras de ambulatorio. Y luego las 'víctimas', llorando por un pellizco de monja. Y el Rey. Y el sol, que aquel otoño, hay que decirlo, salió de dulce. Como si el meteoro se hubiera empeñado en darle la luz a un país que iba a quebrarse. Quizá para siempre. Un rayo virginal, igual al de Fátima, en el que el Cielo vino a decir que no estábamos solos.

Yo en Brañosera, primer municipio de España, con los parroquianos, arreglando el mundo desde las alturas palentinas, y en ellos estaba la creencia que sería una charlotada más de este país sugerente y esperpéntico. Y luego el oso, que no apareció para darme su parecer sobre Puigdemont y demás ralea, pero que se le esperaba, y al que Chapu Apaolaza quería que le sacara unas declaraciones bajo aquel paraíso terrenal. Dormí bien en Aguilar de Campoo, desperté con sol y buen café. Tomé el tren y ya Castilla era un glorioso despliegue de banderas nacionales. No era reafirmación de nada atávico, más bien el texto del 78 colgado en casa balcón junto a la flor que aún florecía en aquel otoño raro. El de 2017. Antes de que la peste china nos hiciera peores a los supervivientes.

Ayer mismo, como quien dice. Y aquí al lado, también.

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