Ay las Olimpiadas. Ese momento en que el verano pasa por el ecuador y en la ciudad cae un chaparrón. Cada cuatro años se escribe la historia de unos Juegos, y quizá tengamos grabada una olimpiada en concreto.
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Madrugones antaño por el baloncesto o la ... pasión ardorosa y recién descubierta por un deporte que conocemos por Wikipedia. Y entre todos, esa paz que es más un anhelo que otra cosa. Tengo amigos personales que en el 92 ni siquiera estaban en proyecto de nacer. Se perdieron los saltos con vistas desde las piscinas Picornell, y a Felipe, como Príncipe de Asturias, abanderando aquella España que despertaba.
Yo, por eso, tengo a los Juegos Olímpicos de Barcelona marcados a fuego. En el recordar de un tiempo y un país me veo, después de la ceremonia de inauguración, hacia un pub que servía cenas allí en mi tierra natal. Ya, desde entonces, fiché, sabiendo sin saber, quién era Pujol y quién Maragall. También que Barcelona le había dado la espalda al mar latino y recobró el rumor de las olas muy cerca de esos barrios donde el Makinavaja hacía de las suyas. Así fue, y ya el nacionalismo sacó su tajada
Ahora en el televisor, en este hastío, los Juegos de París me interesan ni mucho ni poco. El mundial de fútbol de Sudáfrica hizo que le desentendiera de las cosas terrenas. Por eso ahí están los resúmenes televisivos, en silencio, dándome el sueño que me falta.
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No estoy para el Comité Olímpico Internacional. Mi tren de los aros y el Cobi se quedó en vía muerta. Quizá las medallas animen el país un día, como con esa Eurocopa que deberíamos haber celebrado como se merece.
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