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Toda esta inmundicia del pelotazo, la Justicia gagá, el hoy, viene ya teniendo un calostro que nos tapa las lentes. Que escuece los ojos, aunque, pasando el humo, viendo a través de estos tiempos donde los héroes son sospechosos, hay personas que marcaron y marcan ... época. Gentes que son ajenas a las modas, que llevan el apoyo a la cultura como una forma de ser irrenunciable: que se visten por los pies y la expresión no es gratuita. Enrique Cornejo es uno de ellos.
Enrique, y lo digo, es amigo personal desde un lejano día, en el Wellington de Madrid, donde los toreros y la cultura sin paguita conversaban el en tono susurrante, alegre, de los que escriben, piensan y saludan sin maldad en los dientes. Cornejo, donde pasaba, dejaba perlada de buena vallisoletanía al personal. Esa misma vallisoletanía perdida por ya saben quién, con sus trenes y tuits.
Me gusta ir al Muñoz Seca, en Madrid, y hablar de lo humano, de lo divino con Cornejo. De los actores que nos han ido dejando y a los que tanto debemos. Su conversación seduce, sus premios también. Y su madurez, su experiencia, no lleva el escozor del mal consejo, sino que escucha y aporta.
Relata muy fotográficamente una anécdota vital. Cuando le dio por el boxeo. Fotos dedicadas de los maestros del teatro más puro, de la tauromaquia, que tanto le impactó. Un pucelano que sabe que la Cultura vertebra tanto un pueblo como una cartilla de ortografía o un Tenorio.
No se le va ni su Zorrilla ni su Valladolid de la boca. Y así, en la Babel que es Madrid, el intruso que es uno en donde pisa tienen quien le escuche. A quien le dé carbón a esto del vivir.
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