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Bueno, ya llegó el caos a Tierra Santa. El polvo de Oriente Próximo, los cascotes, las ambulancias, los bebés de un kibutz decapitados. Pero hoy la columna no va de la tragedia, que se va viendo que después de la pandemia y del COVID, ... no cesa. Aquello del lobo para el hombre. Y nosotros con nuestras cuitas, que son las de siempre.
Hoy, yo quiero fijar la mirada en Mikel Ayestarán, en todos esos corresponsales que escriben para que el horror del hombre, desde el lugar de autos, se abra para el hombre. Pocas veces se pone el foco sobre ellos, porque una sola imagen de desolación puede marcar una vida. Imagínense eso como rutina. Desde siempre los admiré, también por la magia del cine. Y en ellos está el deseo de contar que puede irse o no irse con los años. Como los amores primerizos.
Hay que tener un compromiso muy fuerte con la Humanidad para narrar un bombardeo, para ir diez pasos más allá de lo permitido en Ucrania. Y hacerlo de la forma en que este domingo, por ejemplo, con el periódico, ya entendamos completamente el qué y el por qué de la guerra. Todo eso con un casco y un chaleco antibalas. Son el nervio del periodismo: el periodismo existe gracias a ellos.
Noches que no son noches. Estampas que nadie quiso grabarse en la materia gris, en 'frame', en el papel que ya nos dijeron que es el segundero de la historia. La paz parece una falacia, pero, entre tanto, reporteros y reporteras dan lo mejor de sus mejores años. Y luego dicen que el pescado es caro, ay. Son los que tienen a este oficio como una ofrenda, como un muro de carga que sostiene nuestras libertades.
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