La muerte de Julián Muñoz trae ecos de cuando Marbella siguió despeñándose, un romance de valentía que nos metió a todos en un capítulo de 'Dinastía', un marinero de luces de la Ávila llevado por los amores que luego serían contrariados y circulares. Hay en ... el recuerdo una procesión consistorial, entre fotógrafos, avanzando en una calesa por la avenida Ricardo Soriano de Marbella y el sano pueblo marbellero que votaba con la tensión baja y sabiendo lo que sabía. La corrupción al sur siempre luce más cuando por dentro hay pasiones.
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En el imaginario de la media tarde andaban siempre los juzgados de Marbella, y muchos nos hicimos adultos/adultos allá, en la puerta de aquellos juzgados, donde el légamo venía perfumado de jazmines. Para los pipiolos del periodismo aquel edificio colapsado tenía ribetes de lugar mitológico. Pero no quiero hablar de eso, sino de un momento en que todo fue Pantoja, en que todo fue Julián Muñoz. Quizá hasta fuimos felices porque el relato era perfecto y tocaba las túrdigas que mueven a los españoles.
Julián Muñoz ha sido, en su agonía, el postrero banderín de enganche con un país que aprovechó Jorge Javier Vázquez para mal entretener en esos años en la Costa cuando, aún, podía vivirse el sueño americano en suelo no urbanizable y los pantalones por las axilas. Ya de ese tiempo no queda nada. Acaso una media sonrisa de cuando los enjuagues eran tan exóticos.
Se va algo nuestro con Julián Muñoz. Aquella España en la que los políticos sudaban y, en vez de tuitear, cuando asomaba la verdad desagradable, ponían cara de agonía: sin tiempos para reflexionar, sin tuiter.
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