Ya camino de los cuarenta voy pensando en lo que he hecho, en lo que he escrito, que es la forma que he elegido de residir en la Tierra. Pienso que las páginas donde doy el alma están aquí, mucho más que en un folio ... en blanco y con cubierta. La columna tiene eso: que está el lector al que casi puedes poner en claro, y le relatas sus costumbres y, con amor y pedagogía, se ve en un espejo que es tuyo. Ya saben que por precaución médica, o más bien por hipocondríaco, tuve que ir al Océano hace días, a recibir baños de azul.
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Yo ya no duermo lo que dormía. Y escribir es esa mezcla de paz que el sueño me ha vetado. Saber que alguien hay al otro lado del papel, que le importe más o menos. Pero sé que está. Yo, a estas alturas, ya hablé de la campaña, y la información y los análisis de esta Casa ya son suficientes, más que suficientes, para que nada quede al albur. Aunque también digo que la campaña satura, crispa al de corazón más blanco. Y ahora padezco un insomnio sobrevenido, superpuesto, al genético.
Es precisamente ese no dormir de David Jiménez Torres lo que más duele. Lo que acelera las enfermedades del alma, pero gracias a las cuales el sol de mayo, la cosas del común, queman demasiado. Yo quisiera un sueño limpio, acunado, con el mejor libro. Algún ladrido y la gallina, el móvil, me lo vienen haciendo imposible a esa hora de que no amanece. El no dormir me ha hecho un hombre triste, un hombre gabardina. En campaña y fuera de ella. Como para traer hijos al mundo. Para que no descansen, para que pasados los 20, envejezcan cinco años en uno. Y sin embargo, la nave va.
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