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Una cena de empresa vale lo que vale una oposición a notarías. Toda España tiembla ante esta tradición donde los cuchillos se guardan bajo el champán y aparecen frutalmente propagados a la hora del karaoke. Qué España esta, en la que en diciembre, principios ... o mediados, se convierte toda ella en un Martes de Carnaval. Se dirá lo que no se quiso, se le sacarán las vergüenzas a los ausentes. El jefe dará un discurso trastabillando con falso paternalismo, y la merluza del último en llegar se quedará fría, apocalíptico y desintegrado en un equipo, una empresa, que es una gran familia una vez cada doce meses. Hay tradiciones/imposiciones navideñas que no estarían mal en erradicar, en que se disuelvan. No son las comidas navideñas en el asador del pueblo con la familia; son presupuestos ajustados y tener que abrir hasta las tantas, con el helor que va llegando a los camareros cuando echan el cierre. Habrá Almax por doquier, falsos chistes, mucho sobeteo de servilleta cuando no hay nada que conversar con el rarito que ni siquiera gusta del fútbol.
Es un Tourmalet que hay que ascender, cueste lo que cueste. Por eso los ciudadanos tiran del compromiso de los niños con fiebre, los padres con fiebre, para evitar una noche y una amanecida que siempre abre el telón llena de negros presagios. Los autónomos, en cambio, se abrirán la lata de sardinas con la cama frente al ordenador. Es el único día en que agradecen la esclavitud -el autónomo como concepto- de este siglo. Si acuden, pidan que le llamen al teléfono, salgan a fumar, pasen desapercibidos. Será, si me hacen caso, como un catarro leve.
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