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Es domingo. Domingo de Ramos. Se estrena la primavera oficiosamente. Da igual el tiempo. Las calles piden el 'hosanna' y el 'hosanna' led es dado. ... Misa de palmas, procesión de Dios en un pollino y los niños de blanco inmaculado. Todo Domingo de Ramos trae nostalgias. Luego, al pasarlo por el cinematógrafo de la mente, parece que es el mismo. En la ciudad y en los pueblos, es un día santo. Yo, intruso, lo recuerdo como el día de los primeros baños por el sur. El día en que la ciudad se volcaba a la mañana con una Virgen sin puñales y acaba con un Crucificado. Con el tiempo se ha perdido esa inocencia del Domingo de Ramos, quizá porque madurar sea nada más que eso: olvidar un Domingo de Ramos.
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En el pueblo, tras la procesión, hay galas de estreno. Las palmas cuelgan en los balcones con su enseña nacional. El mundo parece estar bien hecho cuando se pasea por la calle mayor, cuando en el solarón al lado de la gasolinera ha brotado una amapola. No quiero perder la memoria del Domingo de Ramos, que es cuando la sangre cofrade empieza a bullir entre los creyentes y los curiosos. Empieza la semana de las emociones, del luto a la dicha. Están la religiosidad y la tradición, que se dan la mano. Salgan al balcón, al paso de Cristo en un borrico. La infancia les llegará a los cuarterones últimos del sentir. También es un domingo que reluce más que el sol. Yo en la Semana Santa soy otro: la rutina gris desaparece, y encuentro goce en la sobriedad y en la historia. Esto no va de creencias, va de algo igual de profundo que es la espiritualidad. Ser ajeno a la Semana Santa es llevar mucho perdido.
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