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El tren, qué placer viajar en el tren, Londres, Madrid, Ponferrada en palabras del poeta 'soriano' de Sevilla. Qué sentimiento más divino el de dejar kilómetros atrás, el de sentir que se parte, siquiera momentáneamente, a una vida en otras coordenadas. Por eso yo, los ... trenes, los tengo en una parte muy visible del alma. Yo a los trenes les tengo, les tenía, el cariño de llevarme al abrigo materno.
Aunque fuera del romanticismo, los trenes, en tiempos de colapso, se colapsaron más si pudieron. Chamartín, el peor lugar de Madrid, era el otro día la entrada a la plaza de toros de Pamplona, un reventón de pobres viajeros que iban o volvían, que llevaban marcado un destino y veían que se le desaguaba por horas. No basta con señalar al culpable, que todos en estos contornos y fuera de ellos se sabe quién es. Es más: es la degradación última de nuestros trenes, que en un lejano día fueron orgullo de la patria.
Hablar de los trenes y las vías equivale a abrir el melón de qué van entendiendo en el Ministerio de Transportes por servicio público de calidad. Está muy bien toda la filfa del transporte limpio, seguro y puntual. Aunque se ve que la realidad tira más a todo lo contrario.
Y hay más, porque Chamartín se infartó cuando todo eran viajes larguísimos para recorrer un país de distancias íntimas, que diría Alcántara. Uno ha visto relojes de estación que atrasaban minutos, y lo que parece es que estamos, ya, a la altura del tren borreguero. Aquel donde se fumaba, entraban los cartones de matute y la autoridad competente miraba para otra parte. Ahí es donde parece que estamos. Y no es nuevo. Pasa hasta en París.
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