Lo dejé en el viejo barrio materno. Prejubilado. Con sus gatos. Es, era y será como mi mentor en la hostelería en aquellos años en que me sacaba un sobresueldo como pizzero. Allí en el restaurante italiano, Paperino, se olía a algo parecido a la ... dicha. Y Gerardo, Gerardo Ford como el presidente americano, comandaba, guisaba, y yo me hacía un hombre. Desde la mudanza de mi madre, necesaria, a veces escribo de ese paisaje y de ese paisaje donde, mal que bien, bien que mal, aprendí a aprender. Gerardo es su simpatía, sus costillas en el patio en esas barbacoas que nunca acababan y que celebraban algo tan tonto como un verano en la Costa del Sol. Pasó el tiempo, venía ya de intruso a esta ciudad, y los miércoles de largos trenes era un día sagrado para el cine del centro comercial del último barrio del sur con las películas de Marvel, o las de Clint Eastwood. Lo llamé el otro día y me cortó rápido, que no es hombre, Gerardo, dado a las nostalgia. Un jirón de mi historia se derrumbó. Pensé en que lo veré, si acaso, en contadas ocasiones; es un mal consuelo. En su televisor del patio vimos, aprovechando la tibieza malagueña, el «¿Por qué no te callas?» del anterior monarca. O también ver resucitar a Pedro Sánchez o el camino chusco de perdición de Rubiales y todo lo que le ha rodeado, para bien, para mal, para medio pensionista.
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Ahí se queda con sus gatos, que son gatas atigradas. Intentaré exprimirme para poder verlo una noche, suaves y larga de jazmines, cuando llegue julio. Seguirán otros veranos, pero los suyos, los veranos en su patio, siempre serán los de mi paraíso perdido.
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