Míralos ahí, junto a la mar bravía de los puertos franceses de la Francia (sic), ese país sin aceras y subido a la parra en los vinos. Los puertos de montaña, claro, que son a los que me refiero. Muriendo sin pinganillo, nada más que ... lo del Cid en el poema de Manuel Machado: polvo, sudor, hierro –o carbono–. Y agua, mucha agua.

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Nada más y nada menos que el corazón, el ardor guerrero, el porcentaje de la cuesta y el público en las cunetas con banderas independentistas o del Granada. Yo no vi a Morante de la Puebla en Sevilla en el glorioso día de autos por El Baratillo, pero vi a Joselito y a Belmonte en el Tour. Le escribí a Perico y no me habló, pero qué más da, si lo que se ha visto es que el ciclismo es la reserva moral de Occidente. Donde no caben las tonterías, los aviones, las planchas, las censuras o los estómagos agradecidos.

Yo soy las siestas que no he podido dormitar en la casa del sur, porque los montes Pirineos y los Alpes me recordaban lo alejado que he andado, por circunstancias vitales, de este deporte que me salvó en tiempos de tantas cosas.

Hoy se vota, se llega a un París moral del que aún tengo dudas. Pero eso, querido lector, con ser vital no es tan trascendente como este Tour que nos ha devuelto rumores antiguos de ciclistas bravos, generosos en el asfalto y que ponen en negro sobre blanco aquello que decía el abulense Chava Jiménez: «Yo corro para la afición». Los torerillos de la ruta, pues, que me han dado una dicha perdida, una lección de ética y pundonor y bravura. No de la resiliencia esa que dicen los modernos cuando se les llena la boca.

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