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No queríamos, juro que no queríamos, pero aquí estamos hablando del terremoto de Marruecos, de los muertos de Libia, de la África más conocida. De la Tierra, en suma, la misma que no podemos ni medir ni predecir. Dicen que eso sería jugar ... a Dios, pero no hay razón de Dios, como decía Manolo Alcántara, para que los inocentes, desde siempre, vengan pagando el pato. Y estos es así desde antes de la escritura. Estábamos, digo, con nuestros problemas de insomnio, las vaguedades de la existencia, y ya la conversación cambió a epicentro, a fallecidos que se incrementaban a cada recuento. En el pinar, quizá, el último temblor se sintió en el temblor de Lisboa, pero la solidaridad de esta tierra, otra vez, se volvió a mostrar. Porque hierve la sangre, y ahí están los de este oficio explicando injusticias de este planeta cuando se empieza a ir a la Luna como a Santillana del Mar. Vamos acabando 2023 con las mismas plagas de los últimos años. Y no podemos hacer otra cosa que contar que las placas tectónicas se mueven, intentar predecir las borrascas por lo alto o lo bajo, que está la teoría pero la práctica viene y suele venir a refutar cálculos que se acercan pero que tienen el horroroso margen de error. No soy científico, pero a veces una infografía duele como una lanza en mitad del pecho. Sé que es domingo, que deberíamos estar animando el Día del Señor, preparando el lunes. Pasa que sin olvidar jamás nos acostumbraremos a este verano que muere matando y las serpientes estivales son ya cuestión de Estado.
Estamos y nos leemos. Es un consuelo. De los únicos que nos queda. Como el olvido.
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