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Arranca el verano, o arrancó, y como en 'El camino de los ingleses' del maestro Soler, se abren esperanzas y desesperanzas. Sinsabores, macutazos y monólogos con vocación de sobre y urna. Yo, en los veranos, al frescor de la Castilla mediterránea, sueño con releer a ... Delibes, su otro camino. Acaba de caer en mis manos, como una víspera de este tiempo presuntamente dichoso, un recopilatorio de los discursos de Don Miguel. Desde la recepción del Cervantes a su entrada en la RAE. En todos está Delibes, claro, pero un Delibes con su humildad, su retranca, su cosmovisión del mundo y su 'Norte', este 'Norte' que nos acoge.
En sus discursos habita, con la sencillez del oidor y cazador de palabras, la parla de los pinares o de Tierra de Campos, parada y fonda en Sedano, más ese compromiso por las tierras sin pan, donde los soles y las heladas generan un carácter, todo un carácter.
Hay que leer a Delibes, un mayéutico del conservacionismo que, más que con la quechua y el piolet de kevlar, anduvo con bicicleta y buen rodar o gastando suela en esta llanura que hizo España.
Yo releo a Delibes acordándome de muchos, pese a tantos croqueteos capitalinos y tantos vagos y vanos orgullos de Corte. Mejor el horizonte que la camarilla, la perdiz que el posicionamiento web. Sé que me espera esa relectura de aquellos volúmenes de Destino de los dictados maternos. Los mismos que permanecen casi nuevos. Acaso una anotación de grafito, difusa ya más de cuatro décadas.
Volver a Delibes es, en mí, volver al verano. Una estación que se odia con la misma fiereza con la que se amó de crío. Con la edad del Mochuelo.
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